Y cumpliendo mi promesa, continúo publicando, con cierta periodicidad, ficción de mi autoría.
En este caso, vuelvo sobre algo que hacía mucho tiempo que deseaba retomar (y que, posiblemente, también sea el género de la próxima publicación), que es el cuento de hadas. Los que sigan este blog desde hace tiempo, ya sabrán que no es la primera vez que me meto en este género (y espero, no será la última) que verdaderamente aprecio y que creo que debe ser reivindicado como una parte fundamental y base de nuestra cultura (más allá de absurdos prejuicios); pero no sólo como un objeto arqueológico, sino como algo que debe ser revivido.
Desde Universo de A, continuo haciendo mis contribuciones a tan noble causa, y este cuento es una de ellas:
Los prometidos
Érase una vez, hace mucho tiempo, en un Reino muy lejano, un viejo y querido monarca murió sin dejar descendencia; al haber dos posibles candidatos al trono, con similares derechos a este, era de esperar una guerra civil, pero como nadie quería eso, acudieron ante el consejo de las hadas, conocido por su sabiduría y sus capacidades mágicas (para incluso ver el futuro), lo que les permitiría saber que era lo mejor para el país.
Finalmente, tras tres días de viaje, y pruebas, puestas por las propias criaturas mágicas, para saber si eran puros y dignos para entrar en su Reino, sólo uno de ellos, Wendosio, consiguió ver a las hadas… su rival, se perdió en medio de su bosque encantado, dónde encontró un trol que lo encerró en una jaula de la que no le soltaría hasta que acertase su terrible acertijo… que nadie, hasta el día de hoy, ha conseguido adivinar.
-Has conseguido llegar ante nosotras -afirmó la Reina de aquellos mágicos seres, ante su espectacular Corte, tremendamente bella, a pesar de no contar con ninguna de las cosas que a los vulgares humanos suelen impresionar o considerar opulentas-, y esa es la mejor prueba de que eres el mejor candidato al trono -Wendosio se sorprendió al escuchar esto, puesto que ni siquiera le había mencionado la razón de su viaje a la monarca; sin embargo, no se extrañó, conociendo como conocía el poder de aquellas criaturas-; vuelve pues, por el camino de rosas que trazaremos para ti hacia tu Reino, y reclama la corona. Pero el consejo de las hadas también ha determinado que debemos respetar las leyes mortales, y dado que tu rival y tú estáis igualados en derecho, imponemos que la hija que tendrás, deberá casarse con uno de los dos hijos de él, para unificar ambas ramas y crear una dinastía de legitimidad incuestionable.
-¡Pero eso es imposible! -protestó Wendosio-, ¡ni yo, ni el otro candidato al trono tenemos descendencia… y él se perdió en el bosque durante el viaje!.
-Con tus ojos terrenales no eres capaz de ver muchas cosas -dijo la soberana-, entre ellas, que tu oponente está perfectamente seguro en manos de uno de nuestros vasallos; acudirá para tu Proclamación como Rey. Yo misma, con toda mi Corte, excepcionalmente acudiré, y te coronaré ante todos para dotarte de una indudable licitud… pero no olvides con qué condiciones.
Y así fue, el noble Wendosio volvió a su Reino, ya no a través de un laberíntico bosque, sino sobre un unicornio, de un blanco puro y brillante, que galopaba sobre la alfombra de rosas prometida como senda de retorno. Al llegar, y tras una reunión para hablar sobre lo que había pasado en aquel lugar encantado; su rival, se postró ante él publicamente, y lo reconoció como su soberano, terminando por tanto con el conflicto sucesorio.
La Coronación fue el día más hermoso que jamás se haya vivido: las hadas hicieron que el color del cielo cambiase a cada hora, las nubes reproducían retratos de anteriores monarcas, y todo tipo de figuras encantadoras. Llegado el momento, la soberana de las hadas impuso la corona sobre la cabeza de Wendosio, y, a continuación, se inclinó y le susurró al oído: “no olvides nuestro acuerdo. Esta Corona yo te la dado, y yo te la puedo quitar”; sucedido esto, todos los seres mágicos que habían acudido a la ceremonia desaparecieron a la vez, y no se los volvió a ver más… pero como el Reino entero estaba de celebración, no sólo por tener un nuevo Rey, sino por haber evitado una guerra civil, nadie le dio mayor importancia… además de que todos conocían el comportamiento, en ocasiones, aparentemente estrambótico, errático e inescrutable de tales criaturas.
Sin embargo, todos sabían también que sus designios eran inapelables; y su profecía se cumplió: tras una magnífica Boda Real, un año después, la nueva y amada Reina daba a luz a una niña. Doce meses antes, el antiguo rival al trono, después de una aristocrática boda, cuyo suculento banquete pasó a formar parte de la cultura popular, en forma de refrán (la gente decía “no ha se ha comido tan bien desde las bodas de…”), tenía un hijo, y, un año después del nacimiento de la Princesita, su mujer le daba otro descendiente niño.
Aunque el Rey Wendosio intentó tener más hijos (preferiblemente un varón, que tuviese preferencia al trono), pronto se vio impotente para ello; y acabó por entender, en toda su extensión, las palabras de las hadas: nadie iba a verlas o las molestaba en vano; sus designios eran ineludibles, bajo pena de las más terribles y peligrosas consecuencias (¿entendéis ahora, porque los seres humanos ya no se relacionan con las hadas?).
Así pues, y con una disimulada mala gana, el monarca nombró a su antiguo rival Príncipe del Reino, e hizo público el acuerdo matrimonial según el que, pasada la mayoría de edad de su única hija y heredera, esta debería desposarse con uno de los dos hijos del antiguo candidato al trono, el cual, depositaría todos sus derechos sobre el elegido, concluyendo, definitivamente, con el problema sucesorio… tal y como habían previsto los seres mágicos.
Y fue así, como la Princesa Dilunia, que así se llamaba, creció sana (tal vez cuidada invisiblemente por las hadas, que siempre se aseguran de que aquello sobre lo que se pronuncian no sea en vano), no era especialmente hermosa o fea; pero sí muy capaz, talentosa y con gran aptitud para el aprendizaje rápido. Sin duda, a todo ello contribuyó el que su padre la dotara de una educación impecable (orientada a hacerla consciente de su papel como Reina titular, y para evitar que su futuro marido, el hijo de su rival, la relegara en tal labor)… y las capacidades de la Princesa hicieron el resto. Así, se convirtió en una mujercita verdaderamente extraordinaria: ciertamente, nadie podía competir en la Corte con su refinamiento y maneras, tanto, que todas las aristócratas se esforzaban en imitar torpemente su elegancia natural; pero, del mismo modo, no había mejor amazona en el Reino, y, a menudo, superaba a todos con sus habilidades, ingenio y estrategia para la caza; de la cual podía volver, triunfante, para debatir, en uno de los múltiples idiomas que hablaba con fluidez, acerca de los temas más sesudos con las personas más preparadas; y no era menor su talento para las artes, hasta el punto de que su profesor de canto, que había sido uno de los intérpretes más aclamados de aquel país, y de varios otros, al ver como su alumna lo superaba tan considerablemente, hizo voto de silencio por siempre jamás.
Todo esto alegraba enormemente al Rey, que creía ver así como la Corona se aseguraba en la cabeza de su hija; pues aunque las mujeres podían heredar y transmitir derechos sucesorios en aquel estado, lo cierto es que existían demasiados prejuicios respecto a su capacidad para reinar (entre otras cosas, porque los necesarios, y continuos embarazos, que debían dotar de herederos y estabilidad al país, a menudo las mantenían en una debilidad considerable), cosa que se esperaba que hiciesen los esposos que tuviesen; de modo que, para la opinión pública, cuando se elegía a un marido para una Princesa heredera, no sólo se optaba por un consorte, sino por un soberano… por ello, Wendosio III, quería demostrar a toda costa, manifiestamente y a todos su súbditos, que su hija estaba perfectamente capacitada para ser su digna sucesora… en todos los sentidos de la palabra.
Pero, curiosamente, aunque su padre creía que debía estar expuesta a todo y a todos, pues en eso consideraba que consiste reinar; sí que la protegió de una única cosa, curiosamente, la más inevitable (¿por qué la humanidad tenderá tanto a resistirse a aquello que no está bajo su control?), como era conocer a sus pretendientes; así, aunque hubo oportunidades, e incluso el antiguo candidato al trono se prestó a ello, y ofreció que sus hijos fueran educados en la Corte; lo cierto es que el Rey Wendosio sólo pensaba en cómo aplazar lo inaplazable, aquel forzoso destino de su hija (tan parte de sus deberes como cualquier otro, teniendo en cuenta las circunstancias); de modo que, creyendo protegerla, inventó toda clase de pretextos para evitar que los futuros novios se viesen alguna vez; o que estes pisasen la Corte y pudiesen formar una camarilla de aliados allí… no obstante, todo esto no intranquilizó al nuevo Príncipe del Reino, quizás incluso más bien lo contrario, pues, tras haber estado encerrado en una jaula custodiada por un trol, sabía bien que destino les reservaban las hadas a quienes caían en desgracia ante sus ojos.
Sin embargo, tras pasar la mayoría de la edad de la Princesa, no se hizo anuncio de compromiso alguno; ni al Príncipe del Reino o a sus hijos les fue permitido mudarse al castillo del monarca. Pero en no demasiado tiempo, la Reina enfermó gravemente, de modo que ninguno de los médicos conseguía adivinar su mal; el Rey, se desesperaba por lo mucho que la quería, y no se apartaba de su cama ni por un momento, dejando a su preparada hija todas las responsabilidades. Una noche, la Reina tuvo un sueño: en él, un hada le entregaba, con una inmensa gravedad, un anillo de compromiso… cuando se despertó, como por encanto, descubrió que tenía la joya en la mano; se lo hizo saber al Rey, y le comunicó que su última voluntad era que su hija se casase, lo antes posible, con quién debía, para evitar mayores males al Reino… y dicho esto, expiró.
El Rey Wendosio, a punto estuvo de enloquecer de tristeza y de culpa… pero el mensaje sobrehumano estaba muy claro, demasiado; de modo que, antes de sucumbir a una profunda depresión; y con la magnífica, pero a la vez terrible, excusa de los funerales de su esposa; invitó al Príncipe del Reino a que se presentase en la Corte, con sus hijos, para que pudiesen presentar sus condolencias, y también para que establecieran su residencia allí, de modo permanente, en calidad de futuros miembros de la Familia Real.
Tal cosa no fue una sorpresa para la Princesa Dilunia, pues, aunque nunca había tenido la oportunidad de conocer a sus pretendientes o a su futuro suegro, hacía muchos años que se le había hecho saber, muy claramente y sin cortapisas, el destino inevitable que la esperaba y las razones de todo ello. Tras la llegada de la futura familia política, la noche anterior al funeral de la Reina; el soberano, con lágrimas en los ojos, le contó a su hija como murió su madre y le recordó su sino inevitable.
-Ahora ya lo sabes -afirmó compungido Wendosio III, mientras le entregaba el anillo del sueño de la Reina- entrégale esta sortija al elegido. El protocolo exige un determinado tiempo de luto por tu madre (que sin duda las hadas respetarán), el cual impide también el anuncio de un compromiso de boda… eso te da un tiempo breve, pero valioso, para tomar una decisión. Te ruego, hija mía, que no la retrases más de lo que sea imprescindible; yo ya cometí ese error, y ahora peno por ello… no nos tengamos que lamentar de nada más, ni nosotros, ni nuestros súbditos.
Pasado el funeral, el monarca concedió una audiencia a su antiguo rival al trono y a sus hijos, para que fueran oficialmente presentados ante toda la Corte… además de a su propia hija. Hecho esto, consideró su labor realizada, y se encerró en los antiguos aposentos de su esposa, lugar de donde, consumido por la aflicción y la culpabilidad, cuál si fuera un ermitaño que al fin ha encontrado el lugar donde purgar sus faltas, no volvió a salir jamás.
Fue así, como la Princesa Dilunia conoció a los hijos del Príncipe Real: los Infantes Rubelto (el mayor) y Dorulfo (el menor). Para la hija del monarca, desde ese primer encuentro, quedó muy claro quién era la mejor opción: el atractivo del primogénito no tenía parangón; por supuesto, a nivel físico su porte dejaba vislumbrar a un hombre que se había cultivado en cuerpo, pero también en mente, según se demostraba cuando empezaba a hablar con su voz cantarina, que parecía hechizar a todo el que la oía. Por el contrario, el Infante menor, poseía un físico bastante común, y por lo que se conseguía extraer de su tímida charla, aunque culta, esta era poco o nada melosa, y sin tamiz, de modo que resultaba un tanto pedante, incluso arrogante o impertinente.
La Princesa sabía que tenía un límite de tiempo, así que rápidamente etiquetó a ambos hermanos, y tomó su decisión antes de conocerlos en profundidad… por supuesto, tampoco iba a ser tan estúpida, temeraria e imprudente como para anunciar su compromiso inmediatamente (tampoco las circunstancias se lo permitían); pero conociendo como conocía, que el periodo de duelo alteraba las circunstancias habituales de la Corte, por lo cual no iba a poder a pasar tanto tiempo como quisiera, relacionándose y dedicándole tiempo a cada uno de los pretendientes (más bien contadas ocasiones) decidió apostarlo todo al que, claramente, era el caballo ganador, al fin y al cabo, ¿para qué perder el tiempo con un percherón?.
De modo que, rápidamente, pidió al mayordomo mayor del castillo que extendiese una invitación, para todas las actividades privadas o de su tiempo de ocio (especialmente las que le permitiesen alcanzar una mayor intimidad) a Rubelto; y, para compensar, no quedar mal o que pareciera que estaba haciendo un desprecio demasiado evidente (que se le pudiese recriminar publicamente), el Infante segundón fue invitado, en su lugar, a todos los actos oficiales, públicos o colectivos.
Con todo, las apuestas de la Corte no tardaron en centrarse en el primogénito como ganador de la mano de la Princesa, ¿y cómo no iba a ser así, siendo como era un hombre tan simpático y cautivador que poco había tardado en hacerse con el afecto de todo el mundo con tanto donaire y agasajo? era indudable, que, nuevamente, la hija del soberano había elegido inteligentemente al futuro Rey.
Aquellas primeras impresiones, tardaron poco en confirmarse: en el tiempo pasado con Rubelto, la Princesa Dilunia descubrió a una persona similar a ella, con la que coincidía en todo, lleno de atractivo; lo que se demostraba en las largas cabalgadas (entre otras muchas actividades que gustaban ambos de compartir) acompañadas de una interesante conversación; durante las cuales, además, el primogénito demostraba tener los mismos intereses que la propia hija del Rey.
Por su parte, el Infante Dorulfo, como si no fuese consciente de la displicencia con la que estaba siendo tratado, acudió a todos los actos a los que fue invitado… con desastrosos resultados: aunque con el debido respeto a la persona real, el segundón se negaba a la adulación o a conceder o expresar algo que no pensase realmente; a lo que había que sumar su librepensamiento conflictivo; por lo que, dada su torpeza, poco tardó en causar una pésima impresión en la Corte y en la propia Princesa, al ser, claramente incapaz del trato social preciso en aquel contexto. Así, en una audiencia a una Orden de caballería, fue memorable, y el cotilleo insaciable las semanas siguientes, la fuerte discusión de ambos sobre una determinada legislación y el cómo esta afectaba a un gremio concreto.
Teniendo en cuenta todo esto, poco o nada hacía falta para que la balanza se inclinase de forma clara y evidente hacia un candidato, ¿o acaso no era sencillo elegir entre el extrovertido, aventurero, fácil y gallardo Rubelto; frente al reservado, sensible, complejo y contradictorio Infante segundón?
Así pues, poco después de terminado el luto; la Princesa, haciendo honor a la palabra dada a su padre, y a la última voluntad de su madre, anunció que deseaba cumplir el deseo de sus progenitores, es decir, contraer matrimonio, y que el elegido para ello sería Rubelto; todo ello, se formalizó en una espectacular ceremonia, en el salón del trono, en la que el primogénito del antiguo aspirante al trono, le pidió formalmente la mano, y en la que ella le regaló el anillo de las hadas… esperando con este gesto, cumplir la profecía y mandato de las criaturas mágicas… además de aplacar definitivamente su ira. El Infante Dorulfo, por su parte, se marchó muy discretamente de la Corte, según se hizo el anuncio, aunque nadie supo interpretar si había sido por mal o buen perder… por un lado, era evidente que su presencia ya estaba de más, y resultaba incluso violenta (sobre todo teniendo en cuenta sus precedentes), así que, parecía noble hacerse a un lado y ceder el protagonismo definitivo y absoluto al vencedor; pero, por otro lado, su marcha inmediata, que de disimulada parecía que había sido a escondidas o con algún objetivo taimado, además de la clara evidencia de que no pensaba acudir a la boda de su hermano y de su futura cuñada; se convirtió rápidamente en el comadreo de los más chismosos del castillo.
En cualquier caso, no es fácil organizar una Boda Real (y menos una de esta magnitud, con tanto simbolismo debido a la dignidad que exige la unión de dos prestigiosas dinastías), por lo cual, la fecha para esta se puso meses después. En ese tiempo previo, la Princesa Dilunia tuvo la oportunidad de tratar más con su prometido, y apreciar sus interesantes puntos de vista acerca de su futuro rango de consorte; así, este no tardó en sugerir la necesidad de ser más conocido por todos, al fin y al cabo, él y su familia habían pasado tanto tiempo desterrados de la Corte y del mundo… así que, la hija del Rey decidió concederle una mayor primacía en las actividades de la Familia Real. Pero un protagonismo protocolario pronto se demostró insuficiente, de modo que Rubelto, comentó que, si formase parte del Consejo del Reino (órgano con el cual este era gobernado), sin duda podría ayudarla a imponer sus puntos de vista y observar que ministros intentaban manipularla según sus propios intereses… además de que, por otro lado, ¿no supondría un desprecio público enorme, que la gente interpretaría, y murmuraría, como desavenencias entre la pareja, si el marido estaba categoricamente excluido y censurado en lo que al gobierno respecta?, también, teniendo en cuenta sus orígenes familiares, y la razón de la boda, tal cosa parecía inexcusable… y efectivamente, la hija del soberano también vio esto lógico, al fin y al cabo, ella misma estaba presidiendo el consejo sin que su padre hubiera abdicado…. En cualquier caso, Rubelto se demostró de ayuda, sobre todo porque ella no había ejercido totalmente el poder hasta ese momento, de modo que era bueno tener un apoyo, alguien en quien confiar.
Un día, tan generoso se mostró el prometido, que le anunció que había organizado un torneo para las mejores amazonas del Reino, y que ella podría participar, presidirlo… y que no debía preocuparse, ya que del Consejo del Reino ya se ocupaba él. Tanto éxito tuvo tal actividad, que la Princesa Dilunia, bajo la idea de que eso le permitiría conocer mejor a sus súbditos (y no según los intereses de un secretario u otro, que sin duda manipularían las audiencias para favorecer a los colectivos o personas que les interesasen), permitió también a su futuro marido la organización de su agenda institucional.
En poco tiempo, todo el trabajo de la hija del soberano se convirtió en actividades protocolarias, y sus actos estaban cada vez más lejos de la Corte… porque, sin duda, una futura monarca debía conocer todos los rincones de su Reino y a todos sus súbditos.
Tras una leve enfermedad, cogida durante uno de esos viajes, que obligó a la Princesa a estar en cama un corto tiempo (durante el cual, su prometido se aseguró de que estuviese entretenida, ya fuera con libros, damas de compañía, músicos… etc); esta decidió que ya era hora de retomar su actividad en el gobierno; cuando se lo comunicó a su futuro marido, este le dijo que no hacía falta, y cuando ella insistió, mantuvieron una fuerte discusión, en la que el novio dejó claro lo que esperaba de aquel matrimonio y de su esposa: él sería el que gobernase, y ella debería quedar reducida a una bonita figura decorativa; entretenida en esas aficiones que compartían, pero sin que se la dejase desempeñar su legítimo derecho, que, por otro lado, no se esperaba ni que ella ejerciese, ni correspondía realmente a su familia (como demostraba el que las hadas hubiesen ordenado aquel matrimonio)… escuchar aquello, fue una inmensa decepción para la hija del Rey, sin embargo, ¿podía decir que aquel hombre hubiese sido un hipócrita, que la hubiese engañado? lo cierto es que no: simplemente no lo conocía; lo había idealizado porque compartía con él una serie de gustos superficiales, lo que es suficiente para iniciar una relación… pero no para mantenerla. Y quedaba una semana para la Boda Real.
Estaba en una situación imposible, ¿cómo cancelar el regio desposorio teniendo en cuenta las circunstancias?… pero eso no era lo más preocupante; con inteligencia y disimulo, rápidamente, la Princesa se ocupó de calcular los daños… y habían sido terribles: Rubelto había extendido su veneno por todo el lugar, y su torticera interpretación de las leyes del Reino había calado lo suficiente gracias a su falso encanto, carisma y mentiras.
Visto esto, la hija del soberano decidió que debería tratar de anular a su adversario antes de casarse para así asegurar su posición… pero sus intentos fueron recibidos con una cierta tibieza; excepto por parte de su prometido, que ya completamente airado, y para evitar que sucediese lo que claramente se estaba viendo que iba a pasar, el día antes del matrimonio, la encerró en sus aposentos; “esta boda no la para nadie” exclamó.
Pero aquella Alteza Real no se había dejado mangonear nunca, y no iba a empezar ahora, así que, se escapó de sus habitaciones por la enredadera que llegaba a su balcón, y por la que mil y una veces había trepado siendo más joven.
Sin embargo, se sentía sola, ¿qué podía hacer ahora?, ¿cómo reclamar su legítimo derecho? entonces, se acordó de las palabras que su padre le había contado que le había susurrado la soberana de las hadas “esta Corona yo te la dado, y yo te la puedo quitar”… parecía la solución más adecuada y pacífica (además de que, por otro lado, aquellos seres eran los únicos que podían vetar aquel infausto desposorio), así que, rápidamente, la Princesa se encaminó al bosque encantado para poder ver a las criaturas mágicas.
Pero, ¡ay!, todo el que alguna vez se adentra en un lugar mágico, debe saber que uno rara vez halla lo que quiere sino aquello que debe encontrar (los seres fantásticos no están para servir a la humanidad, y si lo hacen, nunca es sin cierta ironía, para recordarles a los hombres su dignidad superior… de ahí que ya casi nunca se trate con ellos); y así, por más que la Princesa Dilunia recorrió monte y floresta, fue incapaz de encontrar la Corte de las hadas.
Un día, ya anocheciendo, llegó, con desesperación, a un linde del bosque, al traspasarlo, se divisaba un hermoso castillo con bellos jardines; la hija del soberano sabía que aquella no podía ser la residencia de los seres mágicos (que no se preocupan de esas cosas que importan a los hombres, quizás porque pueden tenerlas todas con un simple gesto) no obstante, decidió que sería buena idea pedir alojamiento, y quien sabe si encontrar un aliado.
Cuando se presentó en la puerta, fue sorprendentemente bien recibida, por lo que pidió ver al señor de la fortaleza, a lo que le respondieron que podría encontrarse con él en el salón de tapices; a medida que la Princesa Dilunia caminaba por la propiedad, guiada por el mayordomo, para poder llegar a la mencionada sala, quedó sorprendida del buen gusto y cultura que aquella colección de objetos de arte destilaba, o de lo increíblemente bien realizado que estaba el diseño del jardín, lo que se percibía a través de unas preciosas y coloridas vidrieras.
Ansiosa por encontrar un aliado, o al menos por poder dormir comodamente aquella noche, esperó impaciente… y entonces se abrió la puerta. ¡Horror, y que desilusión!, de todos los súbditos con los que podía ir a haber dado, fue precisamente con el hermano de su antiguo prometido, aquel sobre el que tanto la Corte murmuró que se marchaba para organizar una guerra civil como venganza al desaire que se le había hecho.
Al traspasar el umbral, el Infante Dorulfo adoptó un comportamiento, como era demasiado habitual en él, tan inesperado como particular, pues hincó la rodilla en el pavimento, a la vez que inclinaba la cabeza, y decía:
-Alteza Real, es un honor recibiros en mi casa. Espero, si aún no la habéis tomado, que permitáis a vuestro humilde servidor ofreceros la cena.
-¡Infante! -dijo, con disimulado temor, la Princesa-, tenéis una bella propiedad. Pero sólo deseo dormir unas pocas horas para luego continuar mi camino.
-Como gustéis, no obstante, espero y deseo que me permitáis anunciar que habéis estado aquí, de hecho, no estaría de más que se os viese públicamente….
-No estoy muy segura de que eso sea buena idea….
-Pero, mi señora, vuestra desaparición ha provocado el caos….
-¿Mi desaparición?, ¡sólo he estado fuera del Castillo Real un día!.
-No, señora, han sido muchos días… y temo que también estaréis desinformada de todo lo que ha pasado en vuestra ausencia: tan pronto se confirmó vuestra falta el día de la boda, mi hermano exigió a mi padre que depositase sus derechos sucesorios en él, para poder hacerse con el poder de un modo torticeramente legal; pero mi progenitor, temeroso de las consecuencias (mortales y sobrenaturales), se negó. Esto no hizo que mi hermano se rindiera, ciego de ambición y codicia, se aseguró de lograr ciertos apoyos… mientras todo esto sucedía, vuestro padre, Su Majestad el Rey Wendosio III murió. Os doy mi más sentido pésame. Aunque la explicación oficial fue que había muerto de las mismas fiebres que su esposa, de las que se habría contagiado por vivir enclaustrado en los mismos aposentos en los que esta murió… lo cierto es que suena poco factible medicamente hablando, y demasiado casual… sobre todo, teniendo en cuenta lo que sucedió inmediatamente después: Rubelto, justificando sus acciones debido al vacío de poder (el Rey muerto, la Princesa desaparecida), proclamó la república y forzó una votación amañada para ser elegido presidente de esta. Llegado este punto, mi padre, horrorizado, y con el corazón destrozado al comprobar el monstruo de maldad que había procreado, decidió abandonar la capital, pero fue encarcelado antes de poder hacerlo, a pesar de que no tenía la más mínima intención de organizar una resistencia contra su propio hijo.
La Princesa Dilunia apenas fue capaz de reaccionar ante todo este discurso. Era demasiada información. Apenas pudo susurrar:
-Pero si yo sólo he visto ponerse el sol una vez….
-Sin duda, sabéis que las normas naturales no funcionan igual en el lugar en el que habéis estado… al igual que tampoco parece casualidad que, tras tanto recorrido, halláis acabado en mi castillo….
Cierto, ¿qué significaba eso?, ¿por qué las hadas la habían entregado en manos de sus enemigos?, ¿estaban diciendo que, efectivamente, su familia ya no ostentaba sus derechos?.
-… porque no encontraréis un mayor defensor de vuestro trono y honor -continuó diciendo el Infante Dorulfo, para sorpresa de la Princesa-, de la justicia y del bien común.
En otro tiempo, aquellas declaraciones la habrían extrañado, quizás incluso hecho reír; pero ahora, por primera vez, entendía a aquel hombre: tenía ante sí un librepensador, una persona que hacía las cosas, no por el beneficio que pudiesen tener para él, sino guiado por su particular sentido de la ética y la dignidad moral.
Los siguientes días pasaron muy rápido, y no hicieron sino demostrar lo acertados que habían estado los seres mágicos enviándola allí: estaba en un lugar donde era apreciada por quien era (y no sólo por su cargo o rango), donde estaba segura y protegida… estaba en casa. Ello no significa que todo lo que sucedió a continuación fuera fácil, pero las adversidades son una de las cosas que más demuestran que temple tienen las personas, y cómo son realmente, lo cual fue útil para aquellos nuevos, y en apariencia inverosímiles, aliados.
Así, lo primero que hizo el Infante, fue hacer pregonar la visita de la Princesa a sus tierras, y, para demostrarlo, hicieron una salida, en carruaje abierto, donde todos pudieron reconocerla (paradójicamente, aquellas visitas oficiales por el Reino, planificadas con intenciones perversas, por el republicano Rubelto, ahora eran la mejor garantía del reconocimiento de la hija del Rey), y se demostró que no había perdido la más mínima popularidad, muy al contrario, se vio lo mucho que se deseaba su vuelta… esto era también parte del plan del Infante Dorulfo: tomar el pulso a la opinión pública, y ver como reaccionaba para saber como podían jugar sus cartas.
Claro está, la noticia de semejante acontecimiento no tardó en llegar al recién nombrado castillo nacional del presidente de la república, el cual, escribió una carta a la “ciudadana Dilunia” invitándola a volver para celebrar el matrimonio al que se había comprometido y ocupar su puesto de primera dama.
Cuando tal misiva llegó, y tras debatirla, tanto la Princesa Dilunia como el Infante Dorulfo tuvieron claro que se trataba de una trampa: en el mejor de los casos, para que Rubelto pudiera pretender legitimar su dictadura, y en el peor, para asesinarla a ella, como ya había hecho con su padre. Así que su respuesta fue la más sencilla, lógica y legal: acudieron a una plaza pública, y ante un pueblo exultante, la heredera legítima del anterior monarca, fue proclamada Reina.
Tras esto, apareció apuñalado (aunque la explicación oficial volvió a ser que, las mismas fiebres terribles, que supuestamente aún andaban por el castillo -aunque sólo habían afectado, muy oportunamente, a todo el que estorbaba a Rubelto-, le habían causado llagas), en la mazmorra en la que había sido encarcelado, el Príncipe Real, y dado que este nunca había depositado sus derechos sucesorios, en vida, sobre ninguno de sus dos hijos… estos pasaban automáticamente al primogénito; privando de cualquier posible reclamación al Infante Dorulfo (o de que el padre de ambos pudiese legárselos directamente, si es que tenía alguna mínima oportunidad para ello).
Bajo este argumento, el hecho de haber sido el elegido por las hadas (al fin y al cabo, llevaba la sortija como prueba) y el de haber sido votado (en su referendum manipulado), ordenó la mayor leva que había conocido aquel país y se decidió a militarizar como nunca un lugar en el que, anteriormente, los soldados prácticamente sólo habían sido vistos en bonitos desfiles.
El mayor temor, aquello que se había querido evitar hacía décadas, ahora era una realidad: el republicano Rubelto quería y preparaba una guerra civil para imponerse definitivamente. No habían servido de nada los gestos simbólicos para que abandonara el usurpado e ilegítimo poder. Dice el dicho que dos no pelean si uno no quiere, pero la realidad es que llega un momento en el que el agredido debe hacer algo para defenderse.
Con todo, no hizo falta enviar mensajeros para constatar el apoyo a la nueva Reina, que, unánime, llegó de todo el Reino: no faltaron nobles que se presentaron con ejércitos a los que ellos mismos habían dotado, o voluntarios que querían luchar por el Reino benéfico que habían conocido, y contra aquella república dictatorial y maléfica.
Pero la lucha armada directa no entraba en los planes ni de la Reina Dilunia ni del Infante Dorulfo, o al menos no si era posible evitarla. Así, decidieron trasladarse a una fortaleza en donde poder resistir un posible asedio, tener la posibilidad de dar refugio a quién lo pidiera (cosa que no tardó en suceder, puesto que a quien se negaba a formar parte del nuevo ejército de la república le era todo expropiado, y, si no valía gran cosa, incinerado) y entrenar a quien lo desease para defender el Reino.
Y a pesar de las tensiones, esta etapa también tuvo de positivo que la nueva monarca tuvo la oportunidad de comprobar y entender el gran error que había cometido etiquetando, decidiendo, despreciando todo conocimiento de causa, quién era el segundo hijo del Príncipe Real, y el mal que había hecho con eso; así, pasando largos momentos con él, descubrió que el tiempo es lo más precioso que tenemos, y que, a veces, regalárselo a los demás es hacernos el mayor regalo a nosotros mismos.
No fue lo único que aprendió la Reina Dilunia, en esta, una de las etapas más difíciles, y sin embargo más fructíferas, a nivel de enseñanzas vitales, de su existencia; pues a base de estar tanto tiempo juntos, ayudándose, colaborando, organizando y haciendo preparativos para la posible defensa, etc, pudieron apreciar lo muy bien que se complementaban: si ella sabía guiar a un ejército, él conocía todas las posibles tácticas de estrategia o tenía la imaginación suficiente como para crear otras nuevas y más sorpresivas a partir de las clásicas; si ella sabía cómo parapetar una fortaleza, él estaba sumamente versado en cómo almacenar para un asedio… etc. Y entre medias, en necesarios momentos de relajamiento, para que el alma pueda tomar un respiro, iniciaban interesantes debates en los que, no siempre estaban de acuerdo, pero se respetaban mutuamente… y eso, entendió la nueva soberana, era lo verdaderamente importante: al final, tener a una persona buena y honesta, que sepa decirte, con la debida cortesía, aquello que realmente piensa, es la verdadera lealtad; y no los hipócritas que dicen que sí a todo, o al menos, mientras les conviene.
Pero un día, aquel impasse que parecía que se había establecido en sus vidas, aquella adulterada armonía, tal inestable tranquilidad, se rompió definitivamente ante una realidad que había dejado ser hipotética para ser muy palpable: el bárbaro ejército republicano de Rubelto (formado por personas corrompidas o coaccionadas) se había plantado delante de la fortaleza, con la muerte como bandera.
Antes de dar su arenga a todos los que estaban bajo su protección, en el que se presumía el día antes de la batalla; la Reina Dilunia observó como su habitual compañero de todo aquel tiempo, su principal apoyo, aquel que no se había separado de ella ni por un momento, que no la había permitido decaer o desanimarse, que había creído más en ella que ella misma; se mantenía a una respetuosa distancia. Observándolo, recordó todo el tiempo con él, y comprendió que, a la hora de la verdad, aquello que mantenía las relaciones a largo plazo era, no compartir una serie de gustos personales superficiales, sino el tener en común similares valores morales y éticos (respeto, tolerancia, honestidad, lealtad, consideración… etc)… y tras tener este pensamiento, le dijo:
-Venid a mi lado, Infante, pues no quiero tener a mi lado un hombre inferior o superior, sino un igual, un compañero de lucha… de todo lo que tenga que venir.
-A vuestras órdenes, mi señora -respondió el segundogénito.
Pasado el amanecer del día siguiente, cuando debía empezar el asalto a la fortaleza por parte del ejército republicano, se dio una situación desconcertante: no había ningún tipo de formación militar, muy al contrario, caos y confusión en las filas enemigas, además de que parecían intuirse deserciones masivas.
En la fortificación del Infante, ahora bajo el mando de la Reina, la extrañeza no dejó de aumentar, especialmente cuando vieron una hermosa figura blanca avanzar, sosegadamente, como totalmente ajena al éxtasis de anarquía que se daba justo detrás de ella, por el prado que, presumiblemente, se acabaría convirtiendo en un sangriento campo de batalla. Cuando el níveo ser estuvo cerca de las murallas, repentinamente, echó a volar, mostrando ser un hada, hasta acercarse a la monarca y a su defensor, a los que les dijo:
-Ya no hay razón para la guerra. El Reino del bien ha triunfado y la república del mal ha perecido: Rubelto ha muerto de las mismas fiebres de las que murió vuestra madre la Reina… pero por las mismas razones que vuestros padres… sin duda se habrá contagiado a través de la sortija de vuestra madre -informó, a ambos, con esa solemnidad tan característica de esos seres mágicos, a pesar de que, especialmente en esta última frase, no dejaba de percibirse una cierta ironía-; Pero no temáis, yo misma me he asegurado, hechizándola para que no pueda hacer ningún mal, sino que, por el contrario, quien la porte goce de una salud excelente. Vuestra es, haced con ella lo que debáis.
Y dicho esto, le entregó el anillo a la Reina Dilunia; al tenerlo en la mano, ella, supo lo que tenía que hacer, de modo que se giró para entregárselo al Infante Dorulfo, pero este declaró:
-No quiero que os caséis conmigo sólo porque sintáis la obligación de hacerlo. Del mismo modo que no os he ayudado o luchado por deber, sino por convicción, porque creo en vos y en lo que representáis. Me habéis dicho que queréis a vuestro lado un igual, un compañero, y yo tampoco quiero tener el deshonor de conformarme con menos. Por tanto, como único depositario de los derechos sucesorios de mi dinastía, renuncio a todos ellos en vuestro favor: sois libre.
-No se es libre -respondió la soberana- sin libertad de elección, y yo os elijo a vos. Y como efectivamente quiero un igual, renuncio también a todos mis derechos en vuestro favor.
Todos los presentes allí, se quedaron desconcertados ante semejante situación, entonces, ¿quién era el legítimo monarca?.
-Parece -afirmó el hada, que algunos ya habían empezado a reconocer y recordar como la Reina de aquellas criaturas- que ahora estáis igualados en derechos. Justo es pues, que ambos seáis coronados, reineis en igualdad, y que vuestro ejemplo sea fructífero y enriquecedor para todos.
Así, todos acudieron a aquel que debía haber sido un sangriento campo de batalla, y que se había transformado en un campo de gozo y celebración, ¡mucho se abrazaron aquellos que debían, sólo unas pocas horas antes, matarse injusta y absurdamente entre sí!, ¡ya no había partidarios de una u otra cosa sino una monarquía de todos!.
Sin embargo el momento culminante de aquel bendito día, fue cuando, ante todos los presentes, la Reina Dilunia se arrodilló ante el Infante Dorulfo y le pidió la mano en matrimonio, a lo que este accedió felizmente… aunque, poniendo como única condición que ella conservase la sortija encantada, de modo que a todo el mundo le quedase claro que su salud y capacidad para gobernar era perfecta y absoluta.
Boda Real, Coronación, Bautizos Regios (ceremonias durante las que, aseguran las crónicas, el antiguo profesor de canto de la Reina Dilunia, excepcionalmente, rompía su voto de silencio para cantar en honor de la pareja y su descendencia)… y demás grandes celebraciones monárquicas empaparon el país, ante una población alborozada y eufórica, que sentía que, por fin, habían terminado definitivamente los problemas de ser ciudadanos y habían recuperado el honor de ser súbditos… y no se equivocaban: aún sin ser por esa razón concreta, los monarcas cumplieron el mandato del hada, y en parte gracias a ello, en parte gracias a sus habilidades y virtudes combinadas, tuvieron uno de los reinados más largos y felices que se recuerdan, y dado que transmitieron a su descendencia, y a cuantos trataban, la sabiduría que adquirieron cuando se conocieron de verdad, sin prejuicios ni etiquetas, la dicha acabó por invadir todo el Reino.
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