El maestro dibujó cuatro manzanas en la pizarra. Al principio no eran más que cuatro círculos irregulares con un rabito encima. Pero poco a poco, por efecto de la artística mano del maestro y de las tizas de colores, los círculos se fueron convirtiendo en auténticas manzanas vivas.
Primero adquirieron su verdadera forma y después, volumen, sombra, brillo, perspectiva...
Los alumnos miraban embelesados la evolución de aquellos trazos, el realismo que el maestro iba consiguiendo con los mágicos pases de su mano, y se preguntaban hasta dónde llegaría ese realismo, viendo que aquellas manzanas seguían haciéndose cada vez más corpóreas.
¿Llegarían a poder cogerlas? ¿Y a comerlas?
El silencio en el aula era completo, salvo por el suave ras-ras de las tizas bailando sobre la pizarra.
Cuando el maestro consideró que las manzanas estaban perfectas y terminadas, dijo con pena:
- Ahora borramos una.
Y al instante, sólo quedaron tres.
-¿Veis?, dijo el maestro. –Cuatro menos una, tres. Eso es restar.
Y con la tristeza de la pasión frustrada, recogió de su mesa el libro de matemáticas, los ejercicios de cálculo, y, por último, el cuaderno de dibujo que siempre llevaba consigo.