Esta tarde de mediados de septiembre parece que va a cambiar el tiempo en Madrid. Sopla un ligero vientecillo, diríase que animado por los acontecimientos. Las vacaciones, para los que abandonamos esta ciudad, que nos agota y nos fascina, se han quedado ya en un lugar de la memoria cercana a los sueños. Las vacaciones forman ya parte del recuerdo.
Los recuerdos ocupan un espacio en la memoria y en ocasiones se descolocan y no los encontramos, pero siempre están ahí, bailan con nosotros como las niñas que juegan al molinillo, no paran de dar vueltas y más vueltas hasta que quedan atolondradas. De ahí la fotografía que ilustra esta entrada.
La fotografía acompaña un relato de recuerdos, que comencé a escribir antes del verano y lo he terminado ahora. Bien pudieran ser míos o de cualquier otro, a saber, son recuerdos, que ya se sabe quedan descolocados en la memoria y dan vueltas y vueltas en la cabeza, como esas niñas que juegan al molinillo hasta que quedan atolondradas...y cuando paran...suspiran un recuerdo y continúan dando vueltas y más vueltas hasta que ya no tienen más aliento...y entonces los recuerdos se escriben...o acaso...¿se sueñan?
Juego del molinillo
Ella“Ella quiso quedarse/ cuando vio mi tristeza/ pero ya estaba escrito/ que aquella noche/ perdiera su amor”. Siempre que mi abuela cantaba ese bolero se trasladaba a un lugar muy oscuro y muy íntimo de su pasado. Yo era solo una niña, pero notaba una melancolía en su voz, que se percibía acuosa, al descender desde sus ojos a su garganta las lágrimas que se tragaba mientras la letra de “Ella” fluía libre hasta salir de su boca. Cuando eso ocurría, teníamos por delante un día nublado, auque el sol estallara radiante en el cielo y su luz se abriera paso sin miramientos a través de los cortinones del salón. Recuerdo que mi abuela no era una persona que pareciese triste. Solía ser habladora y comunicativa, casi alegre, pero siempre tenía un punto de amargura en la mirada. Al entonar esa canción, una sombra cargada de recuerdos y espesa como el tiempo caía sobre sus ojos, que se apagaban como la miel fría. Mi hermano y yo dormíamos algunas noches en casa de los abuelos. Recuerdo que era un lugar frío, un caserón sin calefacción, de techos muy altos y largos pasillos, con estancias grandes que se quedaban congeladas desde los primeros días del otoño. Nuestra habitación, a la que llamaban “Soria”, tenía una cama doble, en la que pasábamos la noche bien apretaditos el uno junto al otro para no quedarnos tiesos como las momias. Allí hacía tanto frío, que cuando asomábamos la boca por encima de la montaña de mantas que nos ponía mi abuela salía un vaho crudo, como si estuviéramos en una de esas neveras industriales donde se conservan las piezas de carne abiertas en canal. La imagen no es mía, es de mi hermano, que se metió a carnicero y siempre que recordamos juntos esas noches de invierno en la habitación de Soria acude a esa descripción macabra para recrear el ambiente gélido que reinaba en aquélla estancia. El frío regía también las relaciones entre mi abuelo y mi abuela. Ellos dormían en habitaciones separadas y distantes. Cada uno en un extremo del largo pasillo. Durante las noches sin luna era frecuente oír los sollozos entrecortados del abuelo ante la puerta de la habitación de la abuela. Le oíamos lamentarse, suplicar y llorar, imploraba con un hilo de voz que abriera la puerta, la añoraba. Deseaba sentir sus caricias y sus besos. El abuelo susurraba que necesitaba respirar su aliento y acariciar su piel, aunque solo fuera un instante. Pero ella era inflexible. La puerta se había convertido en un muro de piedra. Nunca le permitía entrar. Una noche, mi hermano salió al pasillo para ir al cuarto de baño y lo encontró allí, arrugado sobre las baldosas desnudas como si fuera un bulto abandonado en medio de una nada de paredes interminables y puertas cerradas. Estaba arrodillado y encogido, hecho un guiñapo. Tenía el rostro ensombrecido por la barba incipiente y los ojos brillantes por el llanto. Mi hermano lo levantó como pudo y lo llevó a su cuarto. El abuelo se recostó en su cama y comenzó a hablar despacio, como si saliera de un trance: -Desde que ocurrió aquello..., ella dejó de quererme- dijo con las palabras ahogadas en la garganta.-¿Qué ocurrió?, preguntó mi hermano. Y cuánto se arrepintió de haber hecho esa pregunta, porque los ojos del abuelo se clavaron fijos en dirección al techo y comenzaron a palpitar como dos globitos teñidos de rojo, que fueran salir despedidos de sus órbitas en cualquier momento. -Algo terrible, fue justo al final de la guerra. Perdimos la guerra, ¿sabes?, y yo, yo…hice algo, la obligué a hacer algo que...no se puede contar…nene yo…- -Pero abuelo, de eso hace mucho tiempo-. Le interrumpió mi hermano para intentar aliviar su sufrimiento y cortar la confesión que estaba a punto de salir de los labios del abuelo. A mi hermano le dio miedo escuchar aquello tan terrible que había sucedido. No quiso saber qué pasó, de qué se culpaba. No hay nada peor que una culpa enquistada. Mi hermano se espantó al ser consciente de que si era partícipe de ese secreto, la sombra de amargura que enturbiaba la mirada de mi abuela podía saltar sobre su rostro y cubrirlo a él para siempre de la misma tonalidad parda que empañaba sus ojos.-Ella no me ha perdonado. Se quedó así, vacía, sin ganas de quererme. Solo canta esa canción…la canta para…la canta para…-siguió repitiendo el abuelo como una letanía sin fin, hasta quedarse sin voz, dormido como un niño viejo y cansado en los brazos de mi hermano. A la mañana siguiente mi abuela volvió a cantar esa canción: “Ella quiso quedarse, cuando vio mi tristeza..”. Por el pasillo oí suspirar a mi abuelo al escucharla. Comprendí que siempre cantaba esa canción para él, y siempre al día siguiente de la noche sin luna en la que él suplicaba sus besos.