Por Ray Bradbury
La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó su tictac, repitiendo y repitiendo sus llamados en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, las siete y nueve.
El horno emitió un siseante suspiro, y ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fría brotaron de su cálido interior.
—Hoy es 4 de agosto de 2026 —dijo otra voz desde el cielo raso de la cocina— en la ciudad de Allendale, California. —Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara. —Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy es el día de pago de la póliza del seguro y de las cuentas del agua, el gas y la electricidad.
En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, las ocho y uno. Pero las puertas no se golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de calle, el aparato del tiempo cantó suavemente: Lluvia, lluvia, vete… zapatones, impermeables... Y la lluvia golpeteó la casa vacía, como un eco.
Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta y descubrió un automóvil con el motor en marcha. Luego la puerta descendió otra vez.
A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los arrojó al vertedero, y un remolino de agua caliente los metió en una garganta de metal que los digirió y los llevó al océano distante. Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron relucientes y secos.
Las nueve y cuarto, cantó el reloj, la hora de la limpieza.
De las guaridas de los muros, salieron velozmente los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de goma y metal que tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando suavemente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, se escondieron en sus cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.
Las diez. El sol asomó detrás de la lluvia. La casa se alzaba solitaria en una ciudad de escombros y de cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo visible desde varios kilómetros.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas y unas ráfagas luminosas de rocío llenaron el aire suave de la mañana. El agua golpeó los vidrios y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde la casa había perdido toda su pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos —las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico—, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer.
Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón.
La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en gotas.
Hasta este día, qué bien había conservado la casa su propia paz. Qué cuidadosamente había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le habían respondido, había cerrado herméticamente los vidrios y persianas, con unas precauciones de solterona lindantes con la paranoia mecánica.
Se estremecía con todos los sonidos. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana se sacudía y el pájaro escapaba, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro debía tocar la casa.
La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló, estremeciéndose, en el porche.
La puerta principal reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora flaco y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron irritados ratones.
Pues ni el fragmento de una hoja entraba por debajo de la puerta sin que se abrieran los paneles de los muros y salieran rápidamente los ratones de cobre. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí bajaban al sótano por unos tubos y eran arrojados al horno siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió escaleras arriba y ladró histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
El perro olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta se preparaban automáticamente unos panqueques que llenaban la casa con un aroma de horno y de jarabe de arce.
El perro, tendido ante la puerta, respiraba anhelante con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, giró locamente sobre sí mismo, mordiéndose la cola, y cayó, muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó una voz.
Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.
Las tres menos veinticinco.
De las paredes del patio salieron unas mesas de bridge. Las barajas revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de lechuga, tomate y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas silenciosas nadie tocó las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.
Las cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y dibujos. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de fina tela rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Se oía el confuso zumbido de un enjambre de abejas amarillas en oscuras colmenas y el perezoso ronroneo de un león, y se oía también el galope de los okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía sobre el pasto almidonado por el viento, como otros cascos. Las paredes se transformaron en interminables llanuras de pastos abrasados y en un ardiente cielo infinito. Los animales se alejaron en busca de malezas y manantiales.
Era la hora de los niños.
Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas ahora.
Las nueve y cinco. Una voz habló desde el cielo raso de la biblioteca.
—Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría oír esta noche?
La casa guardó silencio.
—Ya que no indica lo que prefiere —dijo la voz al fin—, elegiré un poema cualquiera.
Una suave música se abrió como fondo de la voz.
—Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece…
Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,y golondrinas que girarán con brillante sonido;y ranas que cantarán de noche en los estanquesy ciruelos de tembloroso blancoy petirrojos que vestirán plumas de fuegoy silbarán en los alambres de las cercas;y nadie sabrá nada de la guerra,a nadie le interesará que haya terminado.A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,si la humanidad se destruye totalmente;y la misma primavera, al despertarse al alba,apenas sabrá que hemos desaparecido.
El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.
A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina. La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.
—¡Fuego! —gritó una voz.
Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los cielos rasos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
—¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban sus duchas de lluvia mecánica.
Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió lentamente y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba totalmente agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De los escotillones del desván salieron unas viejas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.
El fuego retrocedió como un elefante que retrocede ante una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego, más inteligente, mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. Una explosión. El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó todas las ropas.
La casa se estremeció revelando sus huesos de roble, su esqueleto desnudo retorcido por el fuego, sus alambres, sus nervios, como si un cirujano le hubiera arrancado la piel. Las venas rojas y los vasos capilares temblaron en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corran, corran! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corran, corran, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron desvaneciéndose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.
En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…
Murieron otras diez voces. Y en el último momento, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad. Cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa arrastrando las horribles cenizas. Y en la encendida biblioteca una voz leyó una poesía tras otra con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron el horno. El horno, en marcha otra vez, siseó histéricamente.
El derrumbe. El desván cayó a la cocina y a la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron allá abajo como un desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó débilmente por el Este. Entre las ruinas se levantaba solo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
—Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es…
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