Al principio todo el malestar parece ser psicosomático: la reina del autoflagelo y la diosa de las torturas autopropinadas conviven dentro de nuestras mentes y se besan y abrazan noche tras noche haciendo que su amor aumente en la medida en que nuestro control disminuye.
Con el paso de las horas los mareos se sintieron más reales y la percepción del universo se sumergió en un sismo de seis punto ocho en la escala de Ritchie Blackmore.
Con un esfuerzo inexplicable logré abrir los ojos y me sentí resurgir: a la vez en que la imagen retornaba poco a poco, el sonido también lo hacía, gradualmente, como si alguien le estuviera dando rosca a la potencia de un parlante.
Parecía no estar presente dentro de mí mismo. Luego comencé a sentir como se movían mis manos y a contemplar como dejaban una estela interminable. Sintiendo al estómago doler de hambre y al sudor frío depositándose en el ombligo dando vida a un estanque en el que próximamente se repetirá la maravillosa danza del origen de las especies, supe que algo no andaba bien.
Estaba en un cómodo sillón, esos que usan los jefes en las empresas con treinta empleados que se sientan en sillas descartables mientras sus salarios son sodomizados, pero esto no tenía para nada pinta de oficina. Era un salón de tatuajes cuya única ventana yacía en lo alto del cuarto, sin vidrios y con sus marcos tremendamente oxidados. A través de ella sólo se veía un techo de chapa y muchas antiguas vigas de hierro: rápidamente supuse que me encontraba en una galería comercial.
Esperaba toparme con alguna persona preocupada preguntándome si me sentía bien, como suele pasar cuando despierto de un desmayo, pero estaba solo y en verdad no sabía si me había quedado dormido o me había desmayado, lo cierto es que no había entrado contra mi voluntad; esto lo deduje por un tatuaje a medio hacer en mi brazo derecho: un ave fénix negro.
Mi estómago parecía querer separarse del resto del cuerpo y el ardor del tatuaje era casi imperceptible.
Para salir tuve que sortear una angosta escalera en espiral. Abajo encontré la salida y caminé por la galería hasta dar con la calle, la noche y la lluvia; pero no había ninguna otra persona a simple vista: parecía ser muy tarde o quizá domingo, o ambas cosas.
A pesar del malestar, no tenía la sensación de que iba a morir, pero no podía dejar de temblar ni de sentirme afiebrado y desorientado.
Luego de unas cuadras vomité una inmensa cantidad de líquido rojo. Era la fatay que había comido al mediodía violando una de las reglas principales del consumo de alimentos en la vía pública: jamás consumir carne picada.
El malestar de la panza desaparecía gradualmente pero mi cabeza dolía como... ¿Lumbalgia?
-Como la re puta madre que lo parió -Dijo la voz que no deja de hablarme desde la infancia.
En algún momento debí haberme desvanecido y al repetirse la ceremonia de resucitación que me vio despertar en aquella casa de tatuajes, esta vez, me desperté en la cama de un hospital.
Pabellón psiquiátrico de cuidados intermedios, medicación, charlas con un médico y un diagnóstico: trastorno de ansiedad y síndrome de abstinencia.
Creo que estuve cuatro o cinco días en ese lugar y, si bien la medicación calmó un poco los malestares físicos, me estaba sintiendo cada vez peor de ánimo.
Algo me estaba faltando además del recuerdo de la sensación de bienestar, o al menos de la ausencia de malestares. Algo que había estado conmigo desde que tengo memoria y ahora, por alguna desconocida razón, ya no tenía más.
Aunque ya no dependía todo de mí porque contaba con los psicofármacos, necesitaba esa otra cosa a la que muchos llaman "Los Vicios".
El vicio de una persona puede variar tanto en frecuencia de consumo, intensidad y consecuencias que se generan al consumirlo: esas colaterales situaciones que se presentan para desestabilizar el orden que creíamos haber conseguido.
Comúnmente un drogadicto pierde el control de sus actos y dependiendo de, o las sustancias que consuma, puede volverse peligroso tanto para él como para su entorno.
En mi caso, el vicio es verdadero, puro y extremo. Sin él no podría estar en pié. Cada vez que me faltó algo esencial lo pude reemplazar jugando y, en varias oportunidades, gracias a la ludopatía, logré discernir que algunas cosas que nos fueron impuestas en carácter de esenciales, no lo eran para nada: las mismas clases de personas que consideran esencial asistir a determinadas reuniones sociales, piensan que los videojuegos son una pérdida de tiempo. Una ironía que me causa tanta gracia como furia.
Ahora mismo ya no importa tratar de recordar lo que desencadenó en un período sin juegos. Es más importante reafirmar el ser (dasein, según el loco Martín) reafirmar la entidad que soy ahí, cuando juego y cuando tomo la medicación.
Ludopatía y psicofármacos, o como más me gusta llamar a esta combinación: "Ludopharmacos" mi estilo de vida de aquí en más.
Eugenio.