Gustave Doré
Los
cuentos infantiles son esas cosas que entre “érase una vez” y “comieron
perdices” se puede rellenar lo de dentro al antojo del autor. Eso sí,
en todo cuento que se precie debe haber una buena dosis de misterio, sensiblería,
intriga, penas, seres malvados… Y hasta una moraleja para el lector, faltaría
más. Que lo leído, además de entretener, debe ofrecernos alguna enseñanza.
¿Quién
no recuerda el impacto emocional de algún cuento de la infancia? Rememoro ahora
la historia de una ballenita perdida por su madre despistada en medio del
océano y el berrinche que me llevé según me contaba el asunto la tata Antonia, una
mujer mayor que se regodeaba sádicamente de mis pucheros. Porque antes de venir
a menos yo fui un señorito de los de tata en casa. Y ella debía cobrar poco y
se vengaba haciéndome rabiar.
¿Será
por eso que la inmensa mayoría de los cuentos infantiles son terribles, rozando
algunos el sadismo? Blancanieves, Cenicienta, Caperucita Roja, la Bella
Durmiente, Pulgarcito, Rapunzel o Hansel y Gretel. Niños
abandonados, mocita que debe atravesar el bosque oscuro para ir al encuentro de
su abuelita, niña maltratada por su madrastra y por las harpías de sus
hermanastras, jovenzuela envenenada y que entra en coma por una manzana en mal
estado, una bruja que se quiere comer a los hermanos abandonados por sus
padres, un ogro que idem de lo mismo… Y detrás de todo ello - posiblemente
empleados mal pagados-, sádicos vengativos que perseguían asustar a los nenes
para que se quedaran paralizados de miedo. Como la tata Antonia.