Revista Cultura y Ocio

Cuentos Largos: El muñeco de Don Bepo (I) , de Carmen Vázquez-Vigo

Por Arena
"El muñeco de Don Bepo" es un cuento intantil escrito por Carmen Vázquez-Vigo, que forma parte de la mítica colección infantil "El Barco de Vapor".
No se a vosotros, pero a mi me volvían loca estos pequeños libritos, y siempre que podía arrastraba a mi padre al estante de la sección infantil para hacerme con uno.
Los había para todas la edades, éste que hoy os presento está orientado a los primeros lectores, y habla de la importancia de encontrar la belleza en lo que nos rodea para ser feliz.
Como es un poquito más largo de lo habitual, lo he dividido en dos partes.
¡Espero que os guste!
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© Arcadio Lobato


Don Bepo era ventrílocuo. Ésto quiere decir que sabía hablar como si su voz saliera de la boca de su muñeco Ruperto. 
Juntos habían recorrido los escenarios de todo el mundo. 
Trabajaban vestidos exactamente igual: chaqueta negra, pantalones a cuadros, bufanda blanca y, en la cabeza, un bombín. 
Don Bepo sentaba en sus rodillas a Ruperto, que era casi tan grande como él.  Y el muñeco decía unas cosas tan divertidas que la gente se moría de risa
En una ocasión, de tanto reir, a un señor se le escapó el peluquín. Y a una niña se le olvidó que tenía un helado en la mano. 
Al señor le pusieron el peluquín en su sitio durante el descanso. A la niña se le llenó el vestido de churretes de crema y su mamá se lo limpió con un pañuelo.
Siempre, al final del espectáculo, sonaban grandes aplausos. Don Bepo y Ruperto saludaban muy finos. A veces, hasta les tiraban flores.
Un día Don Bepo se miró al espejo. La barba se le había puesto blanca y en la cabeza no le quedaba ni un pelo. - ¡Vaya! -exclamó- Me he hecho viejo sin darme cuenta y sin descansar ni un solo día.  Y pensó que ya era hora de tomarse unas vacaciones. 
Metió a Ruperto en la maleta, donde el muñeco viajaba siempre, y se marchó con él a la casita que tenía en su pueblo.
Llegaron al atardecer. Don Bepo guardó su traje de trabajo en un baúl, suspirando con un poquito de pena. 

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© Arcadio Lobato

Luego se puso sus pantalones anchos, una camisa a rayas amarillas y azules y un gran sombrero de paja. Y salió a dar una vuelta por la huerta que rodeaba la casa.
Allí le esperaba una desagradable sorpresa.
Los gorriones habían picoteado los tomates y las sandías. Y se comerían también, si no hacía algo para impedirlo, las manzanas que ya empezaban a pintarse de rojo. Y los guisantes que ya abultaban en sus vainas.
Don Bepo sacó el muñeco de la maleta y le dijo: - Ruperto, desde ahora tendrás un nuevo empleo. Servirás de espantapájaros. Y lo plantó en medio de la huerta antes de irse a dormir. El muñeco estaba furioso. - ¡Hacerme esto a mí! -se lamentaba- ¡A un artista famoso como yo! Chusco, el perro de al lado, se acercó a olisquearlo. Ladró alegremente para demostrarle que quería ser su amigo.
- ¡Fuera, chucho! -gritó Ruperto de mal genio-. En seguida se preguntó qué olor sería ése que llegaba a sus narices. Era la primera vez que iba al campo y no estaba enterado de lo que había allí. 

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© Arcadio Lobato

Una voz amable dijo: - Repollo. - ¿Qué? - Digo que ese olor es de repollo. Hay muchos plantados en la huerta. La que hablaba era una mujer baja, gordita, con falda floreada, delantal, zuecos, y una corona de hojas de alcachofa sobre su pelo oscuro. En la mano llevaba una lustrosa zanahoria.
- ¿Quién eres tú? -preguntó el muñeco-. - El hada Verdurina. Ruperto soltó una risa burlona. - Yo creía que las hadas eran rubias y esbeltas y que llevaban vestidos de seda bordada. - Ésas son las que viven en castillos y se tratan con reyes y princesas. Yo soy un hada campesina. -contestó ella modestamente-. - ¿Y dónde está tu varita mágica, si es que la tienes? Verdurina enarboló la zanahoria. - Aquí. Ruperto, que esa noche estaba de lo más antipático, dijo: - ¡Las zanahorias sirven para hacer guisos, no encantamientos! - Ésta sirve para muchas más cosas. - ¿De veras? -preguntó el muñeco, desconfiado-.
- Gracias a su mágico poder, las fresas se llenan de zumo, los árboles crecen hasta rozar las nubes, y las calabazas se hacen tan grandes que podrían llevar al palacio a Cenicienta con toda su familia. Una idea se encendió, como una bengala, en la cabeza de Ruperto. - ¿Y tiene también poder para que mis piernas se muevan? Quiero marcharme.

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© Arcadio Lobato


Verdurina hizo un gesto de extrañeza. - ¿Por qué? - No me gusta este lugar. - Si miraras a tu alrededor... -dijo el hada suavemente-. Ruperto se caló el sombrero hasta la nariz y replicó desdeñoso: - ¡Para lo que hay que ver aquí, prefiero no ver nada!
En esto se oyó un chistido y una voz colérica: - ¡Eh! ¡Dejadme dormir! El hada explicó, bajito: - Es el caracol. Lo hemos despertado con nuestra charla. - Pues haz lo que te pido y no hablemos más.
Verdurina se echó hacia atrás la corona de hojas de alcachofa y se alisó el flequillo. Pensaba. - Está bien. Aunque si me escucharas... - Date prisa, que volverá a enfadarse el caracol.
El hada tocó con la zanahoria mágica el hombro de Ruperto, murmurando unas palabras que sonaban a idioma extranjero.

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