tras el descanso estival es momento de retomar los quehaceres diarios. Las vacaciones tocan a su fin, y siempre que esto sucede tengo la misma sensación de relax, ilusión y ganas de volver al cole. Me gusta aprovechar las vacaciones para hacer una de las cosas que más me gustan: viajar. Siempre que tengo la posibilidad de hacerlo, no dejo escapar la oportunidad, ya que desde mi más tierna infancia me inculcaron la necesidad de cambiar de paisaje como método para apreciar más y mejor mi entorno cotidiano.
El paso de los años no sólo suma arrugas, también aporta nuevos paisajes que se acumulan en mi memoria y me permiten viajar siempre que quiero con un simple abrir y cerrar de ojos. Cada viaje es una lección vital, un regalo que transforma mi persona, cambia mi forma de ver las cosas y me hace estar un poco más cerca de todo lo que me rodea.
Este año he tenido la enorme suerte de vivir un país tan increíble como Mongolia. El decimonoveno país más grande del mundo con una población de apenas 2,8 millones de habitantes, de los cuales, 1,3 millones viven en la capital, Ulan Bator. Un 30% de su población es nómada y vive en un vasto territorio donde lo único que hay es naturaleza. Se dedican a cuidar su ganado, y esto les exige estar siempre en zonas donde el pasto esté disponible y sea accesible. En un país de clima extremo (Ulan Bator es la capital más fría del mundo) su población está obligada a moverse constantemente en búsqueda de ese alimento que los animales necesitan. Parece tarea fácil, pero no lo es en un lugar donde los veranos rondan los 35º y los inviernos los -20º. La vida es de todo menos sencilla para estos nómadas.
El paisaje es un manto verde infinito en el que muy de vez en cuando se ven pequeñas motas blancas. Estas motas blancas son los gers (yurtas tradicionales en Mongolia) donde viven estas familias nómadas. Pequeñas “tiendas de campaña” fáciles de montar y desmontar para desplazarse al sur cuando los inviernos ocultan los pastos bajo la nieve, y en verano desplazarse al norte cuando el calor achicharra la tierra. Los desplazamientos abarcan distancias considerables, sobre todo porque éstas se cubren con todo los enseres cargados en caballos y camellos. La clave es viajar ligeros de equipaje para cubrir mayores distancias y así tener la posibilidad de acceder a mejores pastos.
Pero a pesar de lo remoto del lugar, las familias nómadas no son ajenas al progreso. Los gers cada vez tienen mayores comodidades (placas solares, antenas de TV, muebles,...) y esto dificulta la movilidad del núcleo familiar y los animales que con ellos viven.
Cuando observaba aquellas familias nómadas pensaba en mi mundo, un mundo donde la mayoría de nosotros ha equipado su vida con un sinfín de equipaje que hace duro y pesado cualquier tipo de desplazamiento. Al igual que aquellos nómadas, nuestra modernidad nos ha dado tantas cosas que ahora nos resulta cada vez más complicado movernos para buscar nuevos pastos. El exceso de peso con el que hemos dotado a nuestra cotidianidad nos convierte en estatuas en un paisaje del que somos víctimas en vez de aliados. Cuando no podemos movernos somos esclavos de nuestras circunstancias, estamos presos por lo que tenemos y olvidamos lo que necesitamos. Nuestro miedo innato a perder todo lo que hemos conseguido nos resta imaginación para pensar en todo lo que está por llegar.
Los nómadas tienen claro que si quieren tener más opciones para disfrutar de un ganado sano, tienen que desplazarse largas distancias, y para ello, deben vivir con lo realmente necesario, mientras que lo superfluo es algo temporal que se puede dejar atrás si el objetivo lo exige.
Creo que aquellas llanuras son una metáfora perfecta de nuestras vidas: largas distancias repletas de oportunidades, unas más cerca y otras más lejos, y un equipaje vital que nos acerca o aleja de estos destinos. Se podría resumir en que nuestra capacidad para alcanzar aquello que realmente queremos es inversamente proporcional al peso del equipaje con el que viajamos. ¿Y tú qué llevas, mochila o maleta?
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