
Llevo días y días escuchando los motores de los hidroaviones y las hélices de los helicópteros por encima de mi cabeza. Cada vez que cruzan el cielo en busca de agua, como aves fugaces, aumenta la agonía y la desesperación al constatar que nuestros montes se queman.
Está claro que la concatenación de fuegos en puntos muy concretos del territorio nacional no son sino productos de mentes desequilibradas. Pirómanos, ciudadanos descuidados o incendiarios, movidos por motivos económicos, de venganza, desidia o por mero desequilibrio mental hacen que el daño causado sea irreparable. Y nosotros, los ciudadanos, sólo podemos observar inquietos el desarrollo de los acontecimientos.
Estamos en tiempos en que ha ganado a la razón el “todo vale”, sin tener en cuenta que el fin nunca justifica a los medios. No soy capaz de imaginar los motivos que pueden mover a un ser humano a acabar prendiendo un fuego. Les mueva el motivo que les mueva, parecen carecer de corazón, alma, sentimientos … Seres que nos hacen pensar que no pertenecen a nuestra especie.
Dicen que “A perro flaco todo le son pulgas” y es que en tiempos tan difíciles en los que la crisis económica está afectando a tantas familias y está acabando con la ilusión, con la esperanza y con las fuerzas de seguir adelante, tenemos que sumar todas estas desgraciadas consecuencias de los actos de estos sujetos. Miles y miles de hectáreas de vegetación, parques nacionales (Garajonay, Cabañeros y Doñana) declarados patrimonio de la humanidad, animales, casas y vidas arrasadas por el fuego.
Y ¿ahora? Tendrán que pasar años y años para que la naturaleza vuelva a regalarnos esos frondosos paisajes verdes que recrean la vista y que sólo con mirarlos alimentan el alma. Los que tuvimos la suerte de disfrutar de lugares tan preciados, que ahora están carbonizados, tenemos la compasión en cenizas.
A veces ocurren tragedias provocadas por accidentes o por asuntos de la propia naturaleza y nos las tenemos que tragar, porque aunque nos parezcan injustas no podemos hacer nada en contra. Sólo podemos reclamar a Dios sin obtener una explicación. Sin embargo cuando son las propias personas las que buscan hacer daño sin tener en cuenta todo lo que se puedan llevar por delante, eso no tiene nombre.
En definitiva, sea cual sea la causa de los incendios, no creo que debamos resignarnos sin más, ni quedarnos de brazos cruzados, ni seguir culpando a otros de la desgracia común. Pongamos todos de nuestra parte y empecemos a enseñar a los más pequeños la importancia de la conservación de nuestro entorno; concienciémonos todos de que un descuido y las malas costumbres pueden provocar un desenlace fatal. No lograremos detener a un loco que se regocije con las llamas, pero igual sí que conseguimos reducir las consecuencias de los fuegos provocados por imprudencias y, desde luego, educaremos nuevas generaciones que sentirán que cuando se quema un árbol, algo suyo se quema.
