Las memorias de un escritor pueden comenzar con el No primordial del abuelo materno. “En Alsacia, allá por 1850, un maestro cargado de hijos consintió en hacerse tendero. Aquel rebotado de la docencia quiso una compensación: puesto que renunciaba a formar las mentes, uno de sus hijos formaría las almas, habría un pastor en la familia, y ése sería Charles. Charles escurrió el bulto, prefirió lanzarse a los caminos tras la pista de una acróbata ecuestre”. O con la confesión inverosímil de un gran fabulador. “Yo no tengo la costumbre de mentir. Si alguna vez he mentido, cosa que no recuerdo, habría sido por salir de un mal paso”.
Las memorias de un escritor perpetuo pueden iniciarse con la advertencia de que sólo son una confesión a medias y, sin embargo, explicar en dos líneas el secreto de su vida. “He encontrado siempre inaguantable y superior a mis fuerzas hacer un esquema o un proyecto de nada. Ni en la vida ni en los libros (…) Me he metido en las cosas “a lo que dieran”. O con la verdad de las mentiras, atrapada en una frase que ocupa en solitario la primera página. “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
La autobiografía de un escritor puede iniciarse con una declaración de diversiones oculta entre la seriedad de los datos. “Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí (…) estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington, y de que me bautizaron según el rito de la Iglesia anglicana en la pequeña iglesia de St. George, situada frente a la gran Torre de las Aguas que dominaba aquella colina (…) niego rotundamente que se eligiera aquella iglesia porque yo necesitara para convertirme en cristiano toda la energía hidráulica del oeste de Londres”.
O con una notarial declaración de imposturas que dice más de la imagen pública que el escritor quiso tener, y tuvo, que del hombre que fue. “1902. Año de gran agitación entre las masas campesinas de toda Andalucía, año preparatorio de posteriores levantamientos revolucionarios. 16 de diciembre: fecha de mi nacimiento…”. Pocas veces, las memorias de un escritor comienzan con un título genial de una sola palabra, una declaración de principios que te permite simpatizar con su autor desde la portada de su libro. Como ‘Automoribundia’ o ‘Errata’.
Las memorias de un escritor pueden comenzar con el reproche de una madre. “Nací en el Hospital General de Shanghai el 15 de noviembre de 1930, tras un parto difícil que a mi madre, de constitución delgada y caderas finas, le gustaría describirme años más tarde, como si aquello revelara algo sobre la desconsideración del mundo”. Con un fantasma infantil fosilizado “Recuerdo haber contemplado con una especie de terror abrumador un armario del cuarto de los niños lleno hasta los topes, abierto por descuido, colmado de arriba debajo de volúmenes en octavo de Shakespeare”. O con la terrible verdad de un adulto. “La cuna se balancea sobre un abismo, y el sentido común nos dice que nuestra existencia no es más que una breve rendija de luz entre dos eternidades de tinieblas”.
Son demasiados los escritores que no sienten la obligación de iniciar la novela de su vida con la mejor de sus frases y nos enfrentan a prólogos innecesarios, enumeraciones largas y pesadas de los logros conseguidos, vallas de palabras que hay que saltar. A veces, las memorias de un escritor comienzan con la traición de nuestra memoria. Tenía como uno de mis principios preferidos una frase genial que, en realidad, no llega hasta el capítulo segundo. “Recuerdo haber leído no sé dónde que no se debe escribir sobre la propia infancia, porque la infancia de todos los hombres es la misma. Efectivamente, yo nací, como todo el mundo, en Lima”. Imposible no sentir que éste es el auténtico principio de una gran historia.
Pd.: Os invito a continuar leyendo ‘Cuestión de principios’, una antigua entrada sobre primeras frases de novelas inolvidables. Y a pinchar en las frases entrecomilladas para descubrir a sus autores.