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Imagínense ustedes que un crítico literario o similar dijera que Paul Auster es un desalmado y que sus novelas son inmundas. O que Umberto Eco y Javier Marías escriben que da pena y sus obras no valen ni el trabajo de mirarlas. O que publicar y comprar las obras de Ana María Matute es un derroche irresponsable.Y que dijera, además, que las novelas, así, en conjunto, como hecho literario, son las culpables de la corrupción política y del calentamiento global.Tal vez pensaríamos que ese señor ha bebido lo que no debía, o bien que tiene muchas ganas de guasa. Y tal vez también pensaríamos que lo que dice, por ser una tontería, tiene su lado divertido. Pero si trasladamos esta ficción hasta 1910, comprobaremos que un crítico semejante existió y que decía, dentro de su contexto social e ideológico, los mismos disparates aunque, eso sí, con mucha más elegancia y gracejo.En efecto, hace ya más de un siglo, un sacerdote jesuita, de nombre Pablo Ladrón de Guevara, escribió un libro muy curioso, divertidísimo (aunque no fuera esa su intención) y promotor (aunque tampoco fuera esa su intención) de muchísimos autores clásicos. El libro se titula Novelistas malos y buenos, y yo lo tengo. En este libro, encontramos un repaso muy completo de autores y novelas que el buen sacerdote somete a juicio y califica de buenos o malos según su pío y digno criterio.Pero resulta que la mayoría de las novelas le parecen malas, y más malos aún sus autores, que se dirían entes malignos dedicados a pervertir a las pobres almas cándidas que tienen la fatal ocurrencia de leer una novela.En la introducción de la obra dice:
Así, basta abrir una novela de Louys, Eça de Queiroz, de Valle Inclán, de D’Annunzio y de tantos otros, para que, sin más, sepamos que tenemos delante, además de la impiedad, la inmoralidad, la deshonestidad más asquerosa y desvergonzada. No, no se ahorra calificativos adversos el padre Pablo. Pero escribe con tanta gracia, con tal precisión semántica y con tan certera conjugación de la idea y la expresión, que si lo leemos con ojos modernos y hacemos caso omiso de la intención moralizante y el espíritu doctrinario, lo cierto es que da gusto leerlo, además de risa.Vean lo que dice, y cómo lo dice, de algunos autores y sus obras:A Galdóslo tacha de “sectario obcecado y de malas entrañas”, y su literatura le parece “innoble, falsa e insidiosa”. Fortunata y Jacinta es “muy deshonesta é indecente en pecados de especie especialmente grave”. Barojano sale mejor parado, pues dice de él que “no le cuadra el nombre de Pío, sino el de impío, clerófobo, deshonesto”. Y de Camino de perdición dice sencillamente que es “muy mala”. Clarínes un “crítico presuntuoso, de mala ley, que se precia de tener por su gran maestro al novelista francés cuyo nombre las gentes decentes no pronuncian sino con mucha repugnancia.” Y de La Regenta dice: “En el fondo rebosa de porquerías, vulgaridades y cinismo”, y es “cargante en demasía.” Tampoco le cae bien Pardo Bazán, la cual “ha venido á caer en el realismo deshonesto, y, en alguna novela, hasta en el determinismo”. Y de Los Pazos de Ulloa dice: “Muy mala. Hay pecado deshonesto de gravedad específica singularmente opuesta á la naturaleza, con descripciones y fraseología que no toleran ni los ojos ni los oídos de las personas bien educadas.”Da la sensación de que a los franceses les tiene especial manía, pues de Balzacdice que es “Novelista muy deshonesto, y en alto grado pernicioso por sus máximas y principios y por los sentimientos que despierta.”Y Victor Hugo “con frecuencia habla que parece un loco, ó más bien poseído del demonio. Muy inmoral y fatalista".Y su obra El último día de un condenado a muerte le parece una “especie de novela atroz, horrible”.AZola le tiene mucha tirria y no lo oculta cuando dice que “… nació en París, donde murió de muerte desastrada, después de haber escrito libros tan escandalosos por su impiedad y asquerosa lujuria, que acabó por causar náuseas á sus propios amigos. Con tal infame comercio se hizo muy rico.” Y para reforzar su criterio se apoya en las palabras de otro crítico, que calificó su estilo de “brutal y grosero” y a sus personajes de “grotescos y monstruos repulsivos”.
Pero los rusos tampoco le caen bien, por lo menos Tolstoi, al que califica de contradictorio, deshonesto, incrédulo, racionalista, anarquista, nihilista, inmoral y provocativo. Y nos dice que otro crítico coloca al ruso “entre los semilocos”, y un tercero opina que es “uno de esos seres cascados”. Y él mismo añade: “Tolstoi querría que salieran del cielo los ángeles y del infierno los demonios y demás condenados.” Menos mal que a Stevenson, Dickens, Poe y a algunos más los encuentra “inofensivos” y sus obras “se pueden leer”. Pero con cuidado, claro, porque, de Dickens nos advierte: “Algunas de sus novelas de amores no convienen a todos”. Y de Poe avisa: “En sus cuentos es raro, chocante, mórbido, malsano, fríamente fantástico, pero no deshonesto”. No es de extrañar, en realidad, que la mayoría de los autores le parezcan seres perversos e indecentes, porque, según su visión del asunto, la novela como género literario no trae más que problemas a la humanidad. Y es de agradecer, dentro de todo, que se preocupe especialmente por las mujeres, que al parecer son las personas más vulnerables y más expuestas a los peligros de la lectura: La novela es el arte de enseñar amoríos. Es el arte de familiarizar al lector con todos los atrevimientos y deslices. ¡Desgraciada la mujer que se aficiona á novelas! Yo me he puesto a leer por necesidad algunas que sé que las han leído muchas señoras cristianas… y confieso que no entiendo cómo una señora pudorosa puede leerlas sin perder la virginidad del alma en su lectura. Imposible, imposible, imposible!!!
Al final del libro, el padre Pablo nos aclara definitivamente por qué las novelas son tan perniciosas y su influencia tan temible:
El hastío, el disgusto de todo lo que dé pena y sea vulgar, es decir, de la mayor parte de las cosas de esta vida (que dan pena y son vulgares casi todas), es el carácter más distintivo de los que leen novelas y en su lectura contraen la enfermedad crónica que yo llamaría "nostalgia del país de las novelas". Enfermedad fatua, estéril, que agota las fuerzas del espíritu en inútiles anhelos y febriles ansias, enflaquece las fuerzas de la razón, anubla el albo y diáfano resplandor del criterio, distiende los nervios del espíritu y aun los nervios verdaderos del cuerpo, produciendo en los lectores una neurastenia que los incapacita para todo ejercicio ordenado y moderado, según las reglas de la vida ordinaria.
Así que hay que tener cuidado con las novelas si no quiere uno acabar convertido en un completo inútil. Lo bueno es que los que ya no tenemos remedio, los que ya estamos contagiados de la ‘nostalgia del país de las novelas’, podemos seguir leyendo tranquilamente. Peor no nos vamos a poner.
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