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Hay un elemento oscuro y sobrecogedor en la arquitectura y escultura de todas las épocas, da igual el siglo en el que se haya llevado a cabo la obra en cuestión. Ese objeto de secreta veneración y cuyo origen es difícil determinar, son las gárgolas, elementos decorativos a la par que funcionales, dependiendo de la interpretación que se le dé a su existencia.
Dejando a un lado su funcionalidad más práctica, como desembocadura exterior para sistemas de drenaje de agua en tejados de iglesias y torreones de catedrales, lo cierto es que estas figuras burlescas y de corte demoníaco, tienen otras muchas aplicaciones, condicionando su uso el significado que le apliquemos a su creación.
Las gárgolas son, como todos sabéis, esas pequeñas esculturas fantasmagóricas que asoman en los salientes más altos de todo tipo de edificios históricos y también en algunos modernos. Ocurre a menudo, confundir términos llamando gárgola a cualquier figura o relieve que adorne los tejados de iglesias y edificios altos, pero lo cierto es que si bien comparten ciertos detalles estéticos y gestuales, aquellas figuras que no incluyan en su forma un caño por el que se vierta el agua sobrante de azoteas y cúpulas no deben definirse como tales, siendo estas quimeras o grifos.
Salvo esta diferenciación técnica en cuanto al uso funcional de la escultura en sí, lo cierto es que todas, tanto decorativas como vierteaguas, comparten unos rasgos comunes en cuanto a tamaño y temáticas, pudiéndose encontrar en ellas todo tipo de imágenes grotescas y desafiantes: dragones, diablos, duendes, leones, esqueletos… En todos los casos, su aspecto estético supondrá una amenaza, una advertencia.
Son elementos de protección, ofrendas a creencias mitológicas, guardianes de la fe… Según la tradición y las diferentes épocas, su creación responde a significados diversos. Presentes ya en la antigua Grecia, aunque sobredimensionadas por la Roma imperial, es en la Edad Media cuando cobran especial importancia y visibilidad, dándose cita tanto en los aleros de edificios religiosos como en puertas de acceso a ciudades o en casas particulares.
Una de las leyendas más extendidas que tratan de dar explicación a estas singulares piezas, bizarras y provocadoras, es la que habla de un dragón violento y hostil (desconocemos si ha habido en la historia de la mitología mundial, algún dragón amistoso y que se le den bien los niños) que aterrorizaba a las gentes cercanas a París. Tras ser “domesticado” por un sacerdote cristiano llegado a Rouen, el dragón fue quemado en plaza pública y expuestos sus restos después (concretamente el cuello y la cabeza que no habían ardido en las llamas) en lo alto del ayuntamiento parisino.
Es una explicación romántica, como también lo es su capacidad protectora del entorno. En las iglesias y catedrales católicas fueron símbolo de seguridad ante el maligno. Estas efigies ahuyentaban al diablo, pero también recordaban a los fieles lo fácil que es caer “en el lado oscuro”. En Amiens por ejemplo, más prácticos, las gárgolas situadas en las puertas de la ciudad escrutaban a los visitantes sobre sus intenciones. Los malos presagios las hacían escupir veneno, los buenos augurios ofrecían oro y plata a los recién llegados.
Si viajáis a Francia, Inglaterra, por el norte de España o a la ciudad de Nueva York seguramente podréis disfrutar coleccionando imágenes de estas grotescas figuras de la noche. Algunas de las leyendas (con las que personalmente nos quedamos) dicen que las gárgolas eran una raza guerrera creada para proteger al hombre durante la noche, cuando está más indefenso. Durante el día, en una relación simbiótica, perdían su poder convirtiéndose en piedra y era el momento en el que el hombre debía protegerlas a ellas.
En algún punto de la historia, la humanidad hizo de las suyas, por miedo o superstición, un torpe mortal destruyó una de las esculturas que debía proteger y condenó a toda la prole de gárgolas del mundo a una eternidad de piedra. Ahí queda…
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