Y era como una segunda oportunidad, un premio de consolación, la posibilidad de enmendar mi ineptitud. Era como si me hubiesen dejado volver al pasado, a ese horrible día en el que desapareció, en el que la secuestraron, se la llevaron, o se fue por su propio pie. El último día que vi a la persona que más quiero en este mundo, mi hermanita pequeña.
Volvía a encontrarme en el mismo lugar y esta vez debía estar atenta, prestar atención a todos sus movimientos y no perderla de vista, estar con ella todo el rato, cogiéndola de la mano, para que no pudiese escapar en busca de emociones fuertes y aventuras. La conocía y se despistaba con facilidad. Además, tenía muchísima imaginación. Cuando tan solo contaba con seis años de edad fabricó un teatro casero y creó el vestuario de cada personaje, e incluso un guion para cada uno de los actores. Ella los interpretaba a todos y yo la ayudaba en alguna cosa, pero me sorprendió la profundidad psicológica de la primera obra que escribió. No hablaba de príncipes y princesas, ni de brujas o fantasmas, o vampiros y hombres lobo. Hablaba de la belleza, de la subjetividad de la belleza. Hablaba incluso de la muerte y de la belleza de esta. Su obra me pareció bella y oscura, preciosa y siniestra a la vez. Sentí incluso miedo al ver que mi hermana podía tener ese tipo de pensamientos y crear arte a partir de ellos. Ella era especial, tenía un don, yo lo había visto en sus ojos oscuros como el fondo de un lago.
Sabía que si la soltaba de la mano, ella iría hacia el jardín o hacia al bosque y sería una arqueóloga o una detective que tenía que investigar un crimen, o una pintora que tenía que buscar inspiración para su próxima obra. Y podría alejarse de mí, para siempre, pero yo lo iba a impedir.
Llegamos al siniestro edificio gris y empezamos a oír los agonizantes gritos de los pacientes, gemidos, alaridos, chillidos. Ella ni se inmutó. Seguimos por aquel pasaje primaveral, ese infinito arco cubierto de millones de hojas verdes y frondosas, símbolo de la vitalidad, inacabable, inagotable. Violentos escalofríos me recorrieron el espinazo al encontrarme frente a tal oxímoron, esa contraposición entre vida y podredumbre. Se seguían oyendo los bramidos y los quejidos de aquellas personas que aún se creían cuerdas, pero que ya no lo eran. No recuerdo por qué habíamos ido de visita allí aquel día; mi mente ha querido borrar ese detalle de la memoria. Pero ahora volvíamos a estar en el mismo lugar, mismo día, misma hora. Y en ese pasaje podía ver también las miles de notas de colores pegadas a la pared, mejor dicho, clavadas con chinchetas, sangrando por los costados.
Esta vez no quise leerlas, porque sabía lo que decían, sabía que solamente me querían desmoralizar, que solo contenían mensajes tenebrosos, mis miedos más profundos, y los suyos también. Sabía que otros solamente eran mensajes pidiendo ayuda, pidiéndome que los rescatase de aquella oscura tumba. O pidiéndome y suplicándome que acabase con sus vidas, ya que preferían estar muertos antes que seguir soportando aquella tortura un minuto más.
¿Por qué la llevé a aquel lugar?, vuelvo a preguntarme a mí misma. Sigo sintiéndome culpable y sigo sin entender por qué lo hice. ¿O acaso no lo hice yo? ¿Acaso no fui yo la que insistió durante toda la semana para que fuéramos a aquel sanatorio? ¿Quién sentía esa necesidad de ir, esa curiosidad que no la dejaba dormir? De verdad que cada vez que intento volver al pasado una barrera se interpone entre mis recuerdos y yo, un campo de fuerza contra el que me choco una y otra vez. Debía de haber algún motivo muy oscuro porque mi mente no quería que llegase hasta él, lo había bloqueado para protegerme.
Esta segunda vez la sensación era horrible también, o peor aún. Hacía frío y miraba hacia todos lados constantemente, expectante, temiendo que en cualquier momento pasase algo. Porque sabía que pasaría algo. Porque me paré un segundo y le solté la mano sin querer. Culpable otra vez. Y me rodeó un grupo de caras conocidas y todas ellas empezaron a hacerme preguntas y a interesarse por cómo me iba en mi nuevo trabajo, porque sabían que estaba teniendo mucho éxito. Y yo lloraba porque sabía que no quería la fama ni el éxito, solo quería ver a mi hermana. Y me intentaba hacer hueco entre la multitud y los apartaba suavemente al principio, con disculpas y buenos modales, pero bruscamente a continuación por la desesperación que se apoderaba de mí. Sentía miedo, e impotencia y una rabia increíble que no me permitía casi ni respirar.
Al final conseguía zafarme de toda aquella gente odiosa. Y veía a mi hermana en la distancia, a unos metros delante de mí. Llevaba su vestido favorito, el granate que le compró la abuela y el cabello, de un color castaño oscuro casi caoba, lo llevaba recogido en una larga coleta. Yo la seguía con pasos rápidos —no sé por qué no empezaba a correr—y nunca llegaba a ella porque caminábamos al mismo ritmo. Nunca conseguía disminuir la distancia que nos separaba; esta siempre era la misma. Y de repente, empezó a sonar música de circo y me estremecí, porque esa alegre melodía no era necesaria en aquel lugar, no cuadraba.
Acabábamos de cruzar el pasaje y llegábamos al inmenso jardín, pero no era un jardín cualquiera. Te encontrabas obstáculos a cada paso: unas vallas con portones metálicos que debías abrir si querías continuar con tu recorrido y que siempre, pero siempre, debías cerrar tras de ti. Esto último era muy importante; si no cerrabas el portón te perseguían las voces. Por culpa de tener que llevar a cabo todo este proceso, que para ella era rápido y sencillo pero que a mí se me hacía pesado, me quedé atrás. Las vallas me ralentizaban a mí, no a mi hermana. Perdía mucho tiempo abriéndolas y cerrándolas y ella se escapaba y yo me sentía torpe y estúpida y se me quedaba enganchada la chaqueta en cada rama y en cada esquina y no podía hacer nada mientras veía cómo se alejaba. Pero al final llegábamos a un parque, y ella estaba frente al tobogán. Yo corría hasta ella y la cogía del brazo, pero cuando la niña se giró, no vi el rostro de mi hermana. Llevaba el mismo vestido y la misma coleta pero no era ella. Y aparecían más niñas, todas ellas de su edad, y muy parecidas a ella, pero ninguna era mi hermana. Corría en todas direcciones y les daba la vuelta una a una, pero todas me miraban con unos ojos tan inexpresivos… Hasta que cogí a una de ellas y empecé a zarandearla y a gritarle y llorando le rogué que me dijese dónde estaba mi hermana.
—¿A qué coño estáis jugando? —Ninguna respuesta—. ¿Eh? ¡Dímelo! Dime de qué va todo esto.
La niña siguió contemplándome, se zafó de mi mano y siguió dando saltos en ninguna dirección concreta. Y me desmoroné, caí de rodillas al suelo y me arañé toda la cara, sabiendo que la había vuelto a perder. Culpable otra vez.
Día 22 sin ella: Sea como sea, debo encontrarla.