Había una vez un labrador que siempre hacia bien su oficio. Labrar sus tierras era lo único que sabía hacer, pero lo hacia a conciencia y disfrutaba con ello. Cuando llegó a viejo y ya no podía labrar sus tierras pensó que aún le quedaba una parcela donde podía seguir trabajando: La parcela de su propia vida. Imaginaba él que cada día que amanecía era un nuevo surco que se abría en la parcela de su vida e intentaba sembrarlo de buenas obras. Y así, día a día, iba sembrando de buenas obras el surco que cada noche añadía a la parcela de su vida.
No era muy rezón, apenas si sabia de memoria alguna que otras oraciones: el Padre nuestro, el avemaría, la salve, el credo y poco mas, pero eso sí, todas las mañanas al iniciar el día pedía a Dios que le enviara al Espíritu Santo, así sabría conocer la voluntad del Padre y le diera fuerzas para cumplirla. Trancurría el dia en su trabajo de la tierra , y elevaba los ojos al cielo como observando que desde arriba lo estaban mirando… Al acostarse daba gracias a Dios por los beneficios recibidos y le pedía que bendijera la buena semilla que hubiera sembrado aquel día y que hiciera secar la mala para que no hiciese mal a nadie.
El labriego vivió feliz así la última etapa de su vida, murió de viejo, y lo hizo tranquilo paz, y esperanzado poder presentar al Señor una cosecha con pocos cardos y algún que otro fruto que fuera de su agrado.
Reguemos diariamente la parcela de nuestra vida, para que los surcos esten llenos de buenos pensamientos y sentimientos, buenas acciones, viendo en los demás el rostro de Dios y agradeciendo al Padre todas que día a día nos da y ha hecho para nosotros … Y así en el tiempo preparado cantemos eternamente sus maravillas.
Porqué fijarnos en las parcelas de los demás… cuándo tenemos tanto que trabajar la nuestra? No te parece?.