Revista Cultura y Ocio
Empecemos por el final. Cultura es vida y la Cultura es un derecho.
Sí, no vamos a engañarnos. La cultura es vida y es un derecho, por mucho que los planes de educación se esfuercen en replantear los principios antropológicos de las sociedades, haciendo ver que vida es trabajo, industria y dinero.
¿Pero cómo nos han ido envolviendo en papel de regalo esta idea?
Bien, la tesis relativista que defendía la singularidad de cada cultura y el respeto por las diferencias, naufragaba ante un mundo del cual no se veían los juegos de poder y los intereses en pugna. La abstención implícita en tal neutralidad valorativa, terminaba legitimando la cristalización de un orden impuesto por la fuerza. Se comprende que estas perspectivas de la cultura, la identidad y el relativismo cultural, no proporcionaran instrumentos idóneos para abordar los procesos histórico - políticos que en su misma formulación ocluían.
Sin embargo, las políticas culturales propiciadas por tales concepciones, apuntaban a la colección de objetos tenidos por característicos, a la exposición de repertorios descontextualizados y a la preservación de un patrimonio congelado, ante la posibilidad de su irremisible pérdida. Paradójica antropología la llamaría yo, que procurando reflejar la variabilidad ecuménica, terminaba negando toda real intervención a los hombres sobre las condiciones de su propia existencia (imagine cuando nos hablan de “mercados”).
El abandono de este encuadre teórico metodológico y su reemplazo por abordajes centrados en el concepto de sociedad, tuvo como meta hacer posible el análisis objetivo de las estructuras y los procesos de la vida social, a la luz de factores históricos, económicos y políticos. Con ello se produjeron avances en el conocimiento antropológico de las constricciones materiales y las pujas de poder, de la explotación, la desigualdad y la discriminación entre los hombres, de la dinámica de la estabilidad y el cambio. Pero, desechando el énfasis espiritualista previo, se incurrió en un objetivismo que no prestó la debida atención al lugar de las representaciones y de la subjetividad en la construcción del mundo real.
Un enfoque plenamente relacional y superador del sustancialismo solo comenzaría a ser posible con la reelaboración de los conceptos de cultura y de identidad.
Las recientes concepciones de cultura han tendido a restringir su sentido totalizador anterior centrándose en los aspectos ideacionales, pero entendidos como una dimensión simbólica relacionada a los procesos de producción material y reproducción social. En esta perspectiva la cultura es una construcción significante mediadora en la experimentación, comunicación, reproducción y transformación de un orden social dado. Como dimensión constitutiva de ese orden es una condición de su existencia y no una entidad desgajada, posterior a él: conforma las relaciones sociales, económicas y políticas. A la vez conforma nuestra subjetividad, nuestro modo de percibir el mundo, de experimentar, indagar y replantear las relaciones humanas.
Esta definición restringida de cultura deja de lado su vaguedad omniabarcativa en pro de establecer niveles específicos de análisis y de proponer relaciones entre los mismos. La cultura, como uno de esos niveles, se convierte en objeto de disputa en los procesos de construcción de hegemonía y deja de ser una entidad estática y homogénea, superando tanto la ausencia de causalidad como el determinismo previo.
Centrarse en el aspecto significante focaliza la problemática a considerar y aproxima esta concepción al sentido corriente de cultura como actividades intelectuales y artísticas. Ello posibilita un análisis más adecuado de este ámbito especializado que contribuye a las reelaboraciones de la esfera cultural global y proporciona instrumentos para pensar e intervenir en políticas culturales.
Los nuevos enfoques acerca de la identidad, en estrecha vinculación con los planteos previos, enfatizan su carácter plural, cambiante, constituido en los procesos de lucha por el reconocimiento social. Las identidades son construcciones simbólicas que involucran representaciones y clasificaciones referidas a las relaciones sociales y las prácticas, donde se juega la pertenencia y la posición relativa de personas y de grupos en su mundo. De este modo no se trata de propiedades esenciales e inmutables, sino de trazos clasificatorios auto y alteratribuidos, manipulados en función de conflictos e intereses en pugna, que marcan las fronteras de los grupos, así como la naturaleza y los límites de lo real. No se trata de una cualidad perenne transmitida desde el fondo de los tiempos, sino de una construcción presente que recrea el pasado con vistas a un porvenir deseado. En este sentido la noción de identidad, recuperando los procesos materiales y simbólicos y la actividad estructurante de los sujetos, permite analizar la conformación de grupos y el establecimiento de lo real en sus aspectos objetivos y subjetivos.
Las políticas culturales, como intervenciones orientadoras del desarrollo simbólico, contribuyen a establecer el orden y la transformación legítimos, la unidad y la diferencia válidos, las identidades locales, regionales y nacionales. Su sentido profundo apunta más al hacerse de la sociedad, a la conformación de marcos y pautas generales de convivencia, que a la sola ilustración humanística o el cultivo estético. De aquí su trascendencia en el desarrollo socio económico y en la democratización política y de aquí también la importancia de la crítica de la cultura. A nuestro entender, en el momento actual del país esta crítica pasa por dos tópicos fundamentales.
En el presente contexto las políticas culturales públicas han convertido la intervención positiva en acciones por omisión. El Estado sólo mantiene la gestión de los bienes tradicionales, emblemáticos y no lucrativos, en gestiones que propician el patrimonialismo cultural y el esencialismo identitario. Por otro lado transfiere los espacios modernos y rentables de la cultura hacia agentes privados capitalizados, convirtiéndolos en áreas de explotación comercial, mientras que niega apoyo a los agentes privados sin capital y a los agentes comunitarios, librando esas iniciativas a una autoproducción escuálida.
Mientras que la modernización favorece el incremento de las desigualdades sociales, el tradicionalismo legitima como preexistente esta diferencia generada. Su apropiación del patrimonio cultural esteriliza la variedad de las experiencias humanas en un repertorio sesgado y congela la cultura en atributos inmutables calificados. El esencialismo identitario presenta a las desigualdades como meras diferencias y a estas las tapona en provecho de una unidad cristalizada.
Construye subjetividades desmesuradamente reprimidas en su capacidad crítica y estructurante, limitando el flujo cultural y la resolución plural del futuro deseado. Un diseño tal del espacio cultural afianza una nueva hegemonía que va directamente en contra de la formación de ciudadanía, la democratización y el desarrollo, por lo que como política cultural debe ser cuestionada.
Pero cuando se piensa en un nivel más global de las políticas culturales, se plantea una segunda y prioritaria urgencia. La insistencia hoy hegemónica en reducir todos los problemas a la dimensión económica y su lógica 'natural' e inevitable, conduce a la negación radical de las expectativas y de las intervenciones de los actores sociales en sus asuntos vitales. Su contraparte, la atribución de esos mismos problemas a una cultura de la evasión o a una cultura de la corrupción y el reclamo de una cultura del trabajo, no hace sino apelar a imaginarios falaces -en tanto desgajados de sus condicionamientos sociales- que operan en igual dirección. Ello comporta una negación de la cultura como recreación que los mismos hombres hacen de las relaciones entre sí y con la naturaleza, que no puede pasarse por alto en tanto empobrece ya no sólo la convivencia democrática, sino también la propia condición humana.
En este sentido la esfera cultural como tal debe ser reivindicada en su presencia, su relevancia, su autonomía relativa y sus potencialidades. El derecho a la cultura y a la identidad que las políticas culturales debieran consagrar, se vuelve así un derecho a la existencia y a la dignidad del ser reconocido, que hace que a esa existencia que vale la pena transcurrir la llamemos vida. cultura opinión vida antropología política cultural