No hace mucho escuché en la radio que en España no tenemos cultura financiera. Por lo que pude intuir se refería a que el grueso de los españoles somos unos deficientes gestores de nuestro patrimonio y que a la hora de administrar nuestras finanzas recurrimos a la inercia de la costumbre y no a la sabia optimización de nuestros recursos. No en vano estos expertos en cultura financiera poseen grupos privados de formación para empresas, familias y particulares a fin de reeducarlos y aprovechar con mayor rentabilidad su hacienda. La marea de la crisis trae consigo la aparición de esta nueva tropa de expertos y vendedores de nirvanas, convirtiendo el miedo y la inseguridad ajenos en bolsa para sus bolsillos. Incluso la propia política publicitaria de los bancos ha cambiado, adaptándose al nuevo perfil de cliente. Ahora promueven el rol del ahorrador como prototipo de buen ciudadano. Aquellos grupos financieros que se enriquecieron del ladrillazo hoy nos recuerdan que debemos estrecharnos el cinturón y dejar en sus cajas la poca renta que nos queda. Ironías de la vida. Durante décadas se nos vendió el sermón de que consumir era una forma de contribuir al bien colectivo. Los bancos concedían crédito sin miramientos, con tal de tener asegurado un goteo incesante de dinero a plazo fijo. Hoy, estos mismos bancos se aprovechan de la crisis, incentivando el ahorro familiar, mientras los pequeños y medianos empresarios que aún quedan temen lo contrario, que dejemos de gastar.
Un estudio de Fidelity Internacional y TNS Sofres asegura que los españoles desconfiamos de nuestros bancos (una solemne perogrullada, por cierto) y que a la hora de gestionar nuestro patrimonio tendemos a recurrir antes a nuestro cuñado o a un amigo del trabajo que a los asesores financieros. Supongo que estos señores estarán indignados por la falta de criterio de los españoles y de paso seguro que creen que la crisis de la economía familiar se debe en gran parte a la ineptitud del ciudadano para gestionar su exiguo caudal y no a la más que evidente avaricia de un buen puñado de banqueros. El gobierno, por su parte, se une a esta ola de puritanismo económico en pro del ahorro, cargando las tintas sobre el ciudadano medio y no sobre las grandes empresas que concentran la mayor parte del gasto energético y polutivo del país. Gaste menos, compre bombillas de bajo consumo y neumáticos ecológicos, vaya a 110, coja el autobús y la bicicleta, ahorre aliento, quizá algún día le falte o no sea gratis.
No me extrañaría que en unos meses se le ocurriera al Gobierno poner en marcha una nueva asignatura en Secundaria denominada Cultura del ahorro. Aunque, pensándolo bien no sería mala idea. Cuando yo era un crío, mis padres me inculcaron la necesidad de saber administrar mis ahorros con paciencia y sabiduría. Por entonces el método tradicional -mi cultura financiera, que dirían los expertos- era la paga periódica. En mi caso, era mensual, condición que me obligaba a no claudicar ante las tentaciones y ceñirme a un plan insobornable. Sin una sabia retención del placer inmediato, de seguro mi minúscula asignación menguaría en pocos días, obligándome a vivir el resto del mes de la caridad familiar. Enseguida aprendí los tres principios esenciales de la economía doméstica: uno, no gastes más de lo que tienes; dos, aprende a saber que el dinero no cae del cielo; y tres, se disfruta más de las cosas cuando te las has ganado. Sin embargo, hay que reconocer que la educación no sirve de mucho sin el arbitrio de la voluntad. Mi hermana, por mucho que hubiese disfrutado de igual educación que yo, recurrió desde muy niña a una estrategia financiera bien diferente, aunque no por ello menos eficaz. Ella nunca tuvo necesidad de una paga; más aún, pronto aprendió que sin ella podía obtener de mis padres mayores sumas de dinero, evitándose además el esfuerzo mental y emocional de organizarse y esperar con paciencia la satisfacción de sus deseos. Cada cierto tiempo conseguía sin mucho esfuerzo de mis padres su ración de dinero; cuando le faltaba, abría nuevamente la mano y listo.
No sé si los expertos de Fidelity Internacional y TNS Sofres se refieren a esto cuando hablan de cultura financiera, pero es fácil adivinar en la actitud de mi hermana y la mía propia dos prototipos bastante habituales de administración del dinero en el ciudadano patrio. Uno de ellos, el ahorrador, es fruto y producto de la posguerra; el segundo, el despilfarrador, se alimentó al calor del creciente desarrollismo desde los años 60. Los bancos, las instituciones públicas, la publicidad y la cultura popular han potenciado en las últimas décadas una explícita apología del consumo, obviando que el dinero y los recursos pueden ser (y de hecho lo son) limitados, cuando menos fluctuantes. La crisis actual ha puesto de manifiesto este hecho, forzando un giro (no sé si copernicano, ya veremos) en la cultura financiera de los ciudadanos, hasta ahora convencidos de vivir en el mejor de los mundos posibles.
En tiempos de vacas gordas, no se hablaba de ahorro, mucho menos de una cultura de consumo responsable y sostenible. Es ahora, bajo el reflujo de la crisis, cuando bancos, instituciones y gobiernos sermonean a sus ciudadanos, exigiéndoles una reflexión moral que suena ya a tardía, a tongo y a autocomplacencia. Por esta razón, cuando se habla en los medios acerca de nuestra cultura financiera no me acuerdo de los bancos ni de los vaivenes de nuestra economía nacional; me viene a la memoria la paga mensual de mi madre y pienso que después de todo la mejor semilla para una buena cosecha es la educación.
Ramón Besonías Román