El término-concepto “cultura” es, como bien sabemos, uno de los más ambiguos de la jerga de las ciencias sociales. No hay demasiado consenso sobre su significado. Si además le añadimos el adjetivo “global”, la confusión se acrecienta enormemente.
El término-concepto “sociedad” es, por supuesto, igual de ambiguo, pero al menos es más anodino. El concepto cultura, en cambio, despierta pasiones. Con frecuencia, las personas -la gente común, los especialistas y los políticos- se embarcan en fervorosos debates sobre él. Algunos lo hacen con el revólver en la mano y otros, tras las barricadas.
Probablemente no exista el objeto cultura global o, al menos, los analistas especializados en el campo de la cultura mundial puedan afirmar tal cosa. Pero hay mucha gente que cree en la existencia de ese fantasma. Algunos creen que es un semidiós; otros, que es la encarnación del demonio. En cualquier caso, piensan que es una realidad.
Comencemos por quienes lo idolatran. Todas las religiones que afirman contener verdades universales presentan códigos de conducta moral que constituyen una cultura global, en el sentido de que esas religiones aseguran que determinada conducta no es solo deseable sino que es posible en todos los seres humanos. Entonces, las religiones establecen normas de las que se dice que pueden aplicarse en todo tiempo y lugar.
Están asimismo todos los conceptos de la religión secular, muchos de los cuales se asocian con la Ilustración: libertad, individualidad, igualdad, derechos humanos, solidaridad, que también son normas sin fronteras. De estos conceptos también se sostiene que son no solo deseables sino incluso aplicables en el nivel universal.
Además, hay muchas personas que están siempre dispuestas a imponer esas normas -religiosas o seculares- a los que no sabían de su existencia, los que no aceptan su validez o los que se rehúsan a observar la conducta prescrita.
Cuando las autoridades religiosas se ocupan de estas cuestiones, las denominamos inquisidoras (cuando se trata de miembros de una comunidad religiosa) o proselitistas (cuando el objetivo es la conversión de los que no pertenecen a la doctrina).
Hubo un tiempo en el que la tarea principal de las instituciones religiosas era de carácter proselitista. Hoy en día, son un poco más discretas debido a la presión proveniente de los que proponen normas seculares contrarias a la doctrina; por ejemplo, la tolerancia religiosa.
En la actualidad, quienes proclaman las normas seculares son los menos modestos. Su discurso está bajo la protección de una presunta norma universal de derechos humanos. Hoy contamos con tribunales internacionales cuyo propósito es juzgar a quienes cometen flagrantes delitos contra las normas internacionales, incluso a jefes de estados soberanos….
Hay organismos que infringen una presunta norma universal, la soberanía del Estado, en nombre de otras presuntas normas universales derivadas del derecho natural, que confiere a esos organismos (y a todos nosotros), según ellos declaran, “el derecho de intervención”. Y uno debe suponer, por supuesto, que los interventores son defensores de la cultura global que cumplen con su deber.
Durante mucho tiempo, las religiones han declarado que anuncian la única verdad universal, y por lo tanto ha habido discursos encontrados respecto de cuál es el contenido de la cultura global. Esos discursos rivales no solo son imposibles de reconciliar en términos de argumentación intelectual, sino que también han tenido consecuencias sociales nefastas, ya que han llevado a estallidos de gran violencia.
Los grupos seculares que están fuera del marco religioso han intentado lograr la reconciliación recurriendo a otra norma, supuestamente prioritaria: la de la tolerancia. En la actualidad, existe un conflicto semejante en la discusión de qué es prioritario, si la soberanía nacional o los derechos humanos, conflicto que también ha tenido consecuencias sociales trágicas. ¿Hay algún grupo interesado en resolverlo? ¿Cómo puede lograrse la reconciliación? ¿Puede logarse?
En los balcanes en la década de 1990 ocurrieron cosas como lo que se denominó limpieza étnica, y fue denunciado como genocidio, crimen de guerra y crimen de lesa humanidad. Para juzgar tales crímenes se creó un tribunal ad hoc, en el que se han presentado denuncias contra personalidades políticas y militares, algunas de las cuales fueron detenidas y puestas en custodia del tribunal, y algunas fueron a juicio. Además, hay un tribunal permanente, la Corte Penal Internacional.
Los Estados Unidos, que apoyaron a los tribunales que se ocuparon de las violaciones a los derechos humanos en los Balcanes y en África, se opusieron a la creación de un tribunal permanente, pues ese tribunal podría citar a ciudadanos estadounidenses, más específicamente a militares, por supuestas violaciones a normas universales.
El gobierno de los Estados Unidos alegó que podrían existir motivaciones políticas ilegítimas en la acusación contra ciudadanos de su país; sin embargo, descartó alegremente que pudiese haber ese tipo de motivaciones en la acusación a ciudadanos bosnios, serbios, ruandeses o sierraleoneses.
Hasta ahora, la resolución política de estas cuestión ha sido una función de fuerzas políticas y militares relativa. En el mundo de hoy, se puede juzgar a los ciudadanos de estados más débiles, no así a los de estados más fuertes. El procedimiento es claro, pero de ninguna manera puede admitirse su implementación como norma global.
Analicemos la otra cara de la moneda. Todos sabemos que la vida no es igual en los distintos lugares del mundo y que, en mayor o menor medida, cada región responde a las demandas de la “cultura” local.
En los últimos años ha habido un firme repudio al concepto de cultura global; se ha puesto en duda la posibilidad de su existencia y se ha cuestionado cuán deseable es como concepto. Esas objeciones han surgido de distintos movimientos intelectuales -deconstrucción, posmodernismo, poscolonialismo, postestructuralismo y estudios culturales-, si bien, naturalmente, cada uno de esos movimientos abarca un número amplio de puntos de vista.
El argumento fundamental es que la aserción de verdades universales, dentro de las que se incluyen las normas universales, es una “metanarrativa” o “narrativa maestra” (una narrativa global) que representa una ideología de grupos poderosos dentro del sistema-mundo y que, por lo tanto, no tiene validez epistemológica.
Uno debería preguntarse hasta qué punto las críticas a las normas globales o metanarrativas son una estrategia pensada para destruir el “eurocentrismo” -sin duda, un objetivo meritorio- y reconstruir un universalismo, en lugar de oponerse a secas. Hay quienes hablan de construir “contranarrativas”, y también hay quienes dicen que “el universalismo siempre depende de la contingencia histórica”.
Cabe preguntarse entonces si el concepto de cultura global está relacionado con la salvación, si es una amenaza o si se trata de un mito. Está claro que se trata de un interrogante de índole intelectual, moral y político al mismo tiempo. Es imposible separar los tres niveles a la hora de considerar las respuestas.
Desde mi punto de vista, solo puede encontrarse el sentido de las realidades sociales si se concibe el mundo como un conjunto de sistemas histórico-sociales, que son entidades autosuficientes y centradas en sí mismas, tienen reglas conforme a las cuales operan y, sobre todo, tienen vida. Nacen, se desarrollan siguiendo sus propias reglas y, a medida que pasa el tiempo, el proceso se aleja del equilibrio, aparecen bifurcaciones y oscilaciones caóticas y, por último, se crea un nuevo orden, con lo que el sistema histórico-social llega a su fin.
FUENTE: Las incertidumbres del saber (Immanuel Wallerstein)
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