Revista Cultura y Ocio
Cuore Ingrato
María Jesús Mayoral Roche
Amalfi, 5 de septiembre de 1995
Caro Fabio:
Me castigas con tus silencios. Hace unos días que no sé nada de ti. Ese consejo, esa verdad desvelada te hirió, te molesta que te descubran. Lo siento, perdóname. No nos hagamos daño, dejemos los reproches a un lado, hablemos de lo intrascendente; si lo prefieres. Esta tarde me he perdido por las estrechas y empinadas calles de Amalfi hasta llegar al Duomo: es el más bello de todos los que he visto en esta parte de Italia, sin duda es el símbolo de su interesante pasado. He recorrido el puerto, el sol me acompañaba, el mar tenía su tonalidad más pura, estaba en calma. He pensado en ti, en aquella tarde en que nos conocimos, en el choque entre una obra barroca y la sencillez de su autor. Enseguida reconocí en ti una fuerza extraña, magnética, fiel reflejo de tus esculturas. Y tú, allí, en el centro, huyendo del protagonismo, mostrando tu trabajo fruto de una etapa experimental, mezcla de elementos, ideas y tecnología punta. La mano ejecutora de aquella belleza plástica me tendió una copa de vino que bebí bajo la intensidad de una mirada que se complacía en el deleite de lo que nos rodeaba, que no era otra cosa que tu obra. Encontrarme en tu mundo te sorprendió; tanta gente, tantos saludos y fotografías nos alejaba de toda posible comunicación. Actué como siempre: cuando una cosa me interesa la dejo a un lado. Me fui sin despedirme, sola. Un amigo se ofreció a acercarme hasta mi casa en su coche, pero preferí pasear; pasear por ese Madrid de largas calles salpicadas de faros bajo la oscuridad de una noche que me arropaba. Al llegar a casa, pensé, que aquella tarde se había presentado de manera intrascendente; alguien me había mandado una invitación para la exposición de un escultor italiano y necesitaba hacer algo diferente, fuera del mundo de las letras. No esperaba nada de aquella tarde, se trataba de evadirme en el tiempo a través de una muestra creativa diferente a la mía, lo necesitaba. Mentiría si ahora dijera que en aquel momento presagié un cambio importante en mi vida: la vida no cambia, nos lleva de un lado a otro. ¿Recuerdas? Tardamos varios meses en vernos, fue en la presentación de un libro. También parecía que iba a ser una tarde intrascendente. Según me confesaste después, tu mirada no se apartó ni un instante de mí a lo largo de un acto en el que un político, falto de brillantez en su monótono discurso, no consiguió vender su novela: su sola puesta en escena daba a entender que su libro carecía del mismo interés que él. Mientras las alabanzas del editor y el padrino caían sobre los congregados, como una fórmula protocolaria, ensalzando los rasgos humanos del autor para disimular el desconocimiento de una obra que no habían leído; pensé que los políticos resultan aburridos, insufribles y que se sustentan en las promesas electorales no cumplidas, porque si las cumpliesen dejarían de llamarse políticos. ¿A quién le interesa en estos tiempos una novela sobre la Guerra Civil Española escrita por un político? A los de siempre, a esos que les gusta recordar el fratricidio, la denuncia, hacer balance del salvajismo, rendir tributo a la cartilla de racionamiento y sacar provecho de la indignidad del ser humano, contando la vida de un desgraciado al que le tocó vivir aquella encarnizada guerra y sórdida posguerra. ¿Qué hacía allí? Yo, que siempre he odiado esa parte oscura de la historia contemporánea española, vergonzosa, resentida y sanguinaria.Sin querer, sin planteármelo, me encontraba en la presentación tediosa, poco ocurrente y carente de espontaneidad de un libro y lo que es peor, repasando esa parte de la historia que tengo atragantada en la memoria. Acudí al acto porque de nuevo necesitaba huir del mundo de las ideas, llevaba días sin salir de casa y con el sueño cambiado: entrar en contacto con el mundo real, por lo general, hace que me impulse con más fuerza al campo de la imaginación. Aquella decisión, dado el aburrimiento del discurso, me pareció un fracaso. Después vino lo de siempre: bandejas de canapés, refrescos, hambre y gula tras ellos, siguiendo la estela del camarero digno que contempla con altivez como se lanzan los dedos sobre los montaditos. Dedos enjoyados, ladrones, siniestros y disimulados, escudados en sonrisas. Sonrisas de comisura arcaica, envidiosas, prepotentes, falsas. En el fragor de aquella superficialidad de apretones de manos, de abrazos huecos y sonrisas ficticias; me encontré con la sinceridad de tu mirada esperando que te reconociera, me alegre sin demostrarlo. Comenzamos la charla, una charla interrumpida entre saludos y vanas palabras que deliberadamente querían robarnos la complicidad de nuestra conversación; pero nos fuimos y al emprender la huida ambos supimos que nos necesitábamos. Nada, absolutamente nada es lo que parece ser, ni siquiera lo intrascendente.
Un bacio.