Hace unos cuantos años, llegó un día en el que estaba (casi) tan desesperado como en la tesitura actual. Por ello, ni corto ni perezoso, empecé a lanzar currículos por toda Barcelona mientras me apuntaba a ofertas de trabajo apetecibles, mediocres y esperpénticas.
Al cabo de unos cuantos días, el teléfono sonó de improviso y descolgué, por puro azar, con un palillo entre los dientes.
—¿Sí? —dije, tras hurgar más de la cuenta contra una muela picada.
—Quería hablar con Javier Ruiz. Somos de la empresa No-sé-qué —informó la voz de una chica joven al otro lado.
—Ajá. Soy yo —concreté, con franco y material desinterés, lo que revela mi falta de cabeza porque, en aquel momento, ya estaba sin un duro y malviviendo con arroz y pasta hervida.
—Tenemos un posible trabajo para usted en nuestra sede de la vía Augusta. Si le interesa, venga mañana a las 12 p.m.
—Bueno, okay —y colgué.
El resto del día lo dediqué a cazar moscas y a arrastrarme por la universidad con el Pipo y el Pirata. Pasamos la tarde moviendo las patas por turnos del banco al bar de la universidad; botellas para arriba, botellas para abajo, visita al W.C. y, cada par de horas, dedicamos unos minutos a molestar a las estudiantes que escapaban de las aulas. Cuando no supe cómo perder más tiempo, levanté el culo y me largué a casa.
Al día siguiente, presintiendo un plan similar que podía alejarme de mi objetivo, prescindí de acercarme a la facultad, me calcé unas deportivas e intenté conjuntar colores sin éxito. Treinta minutos más tarde estaba en el centro de la ciudad, delante de un tipo más joven que yo —dentro de un traje más grande que él— que me ofrecía un trabajo de ensueño con un equipo de ocho personas a mi entera disposición y grandes oportunidades de ascenso. El trabajo en sí, por el contrario, no estaba muy claro; eso sí, era una oportunidad que nadie podía dejar escapar, según palabras del sujeto. Vamos, un engañabobos.
Acepté.
—Bueno, probaré. ¿Qué tengo que hacer?
—Estar aquí a las ocho menos cuarto —contestó.
—¿De la mañana? —dije, parcialmente en shock.
—Y en traje.
—Esto no puede ponerse peor… ¿Puedes explicarme brevemente mis funciones? ¿Trabajo a puerta fría? ¿Testigo de Jehová? ¿Teleoperador?
A partir de aquí, no recuerdo qué rollo soltó, solo sé que, diez minutos más tarde, pese a que no había cerrado la boca, tampoco había dicho nada. Cuando me di cuenta de lo que realmente significada ser productivo en el mercado laboral, decidí pasar también aquella tarde en el bar de la facultad.
Al día siguiente, de algún modo, aparecí en la misma sala de espera que el día anterior. Medio adormilado y en traje, con unos calcetines cortos que asomaban por debajo de los pantalones slim de color negro y una camisa que obvié, intencionadamente, remeter por dentro de los pantalones. Veinte o treinta minutos después de la hora de inicio, había considerado largarme más de un centenar de veces; luego me flagelé durante semanas por no haberlo hecho.
—¿Qué están haciendo en esa sala? —preguntó una chica a mi lado.
—Formación —contestó la secretaria. Se oían gritos y risas, y daba la impresión de que a los nuevos nos habían dejado castigados, lejos de las fiestas matinales que se montaban en una especie de sala de reuniones acristalada donde se veía una mesa y cuatro sillas.
Me pregunté si todo aquello era intencionado y, en aquel momento, salió un grupo de diez o doce chicos y chicas con demasiada energía; uno de ellos se acercó a nosotros, móvil, tablet o alguna virguería similar en mano, y se presentó: Soy Fulano, ahora vamos a desayunar y luego nos vamos a trabajar, ¿ok?, dijo. ¿A trabajar de qué?, se me ocurrió preguntar, y todo el grupo ya estaba camino de un Dunkin’Donuts que había en la esquina.
(Continuará.)