Revista Opinión

Dachau: El Infierno que queda tras las Llamas.

Publicado el 26 abril 2010 por Linkk @linkk_81
Una fotografía en blanco y negro, a la que el pincel no quiso nunca dar color. Un violín que llora en memoria de los que ya no están. Un cielo cubierto de nubes, y el Sol tras ellas, conteniendo la luz en señal de duelo. Una superficie enorme, rodeada por zanjas y fosos impenetrables. Una puerta negra, maldita. Una estación de tren a la que los vagones llegaban para morir. Debieron llamarla la parada de la muerte. Una iglesia levantada in memoriam. Un edificio diabólico, llamado crematorio. Un instante de soledad allí dentro. Era la cámara de gas. Techos bajos, casi a la altura de las cabezas. Un espacio angosto. Una mirada hacia arriba, para ahogar una lágrima que nunca llegó a caer. No hubo tiempo. Son los gritos del pasado, callados por chorros de gas. Allí, los ejércitos de Satanás pusieron nombre al horror. Una cámara, para morir. Otra, para morir de nuevo. La última, para ser quemado como el carbón. Una chimenea que calla lo que expulsó en el pasado, pero que sigue allí. Otra fotografía; la mía, sin querer mirar a la cámara. Un rostro avergonzado, el mío, por no haber nacido antes. Me maldecía por no estar allí entonces, cuando debía haber sido útil. Tal vez habría salvado una vida, o habría entregado la mía. Todo esto era parte de Dachau, una pequeña villa que esconde el infierno que queda tras las llamas.
La obra de un exterminio humano no puede medirse en cifras ni palabras. No hacía falta ver los cuerpos. Bastaba con respirar el aire de ese campo; con otear un horizonte que nunca existió. En Dachau, la sangre se detiene, se congela, y puedo jurar que nada tiene que ver con el frío. Tal vez era ese silencio que nadie se atrevía a romper. Tal vez esa horrible sensación de caminar por donde otros dejaron sus últimas pisadas. Tal vez ese momento en que cierras los ojos y escuchas disparos y gritos; y notas como tus pulmones son invadidos por un olor cargado, nauseabundo. Tu, yo, nosotros podríamos haber sido parte de aquello. Podríamos haber sido el siguiente. El próximo en ser subido al tren. El próximo en ser llevado a una ducha siniestra. El próximo en haber sido señalado para morir.
Yo venía de un castillo de hadas, y me encontré con un final infeliz, trágico y macabro. Todo pasó en el mismo día. Debería contaros que paramos a comer en un pueblo pequeño y olvidado llamado Andechs, pero el arco del violín se aferra a las cuerdas. Sigue llorando. No me deja olvidar. No me deja hablaros de otra cosa. Ni siquiera que el día siguiente volvíamos a Barcelona, dejando atrás Alemania, su nieve, su indestructible austeridad. Es ahora cuando lo entiendo todo. Ese tono apagado, respetuoso. Esa voz a medias. Alemania se levanta cada día escuchando ese violín, y no puede olvidar. No puede hablarnos de otra cosa.
Os diré que mi último día fui sacudido por la fiebre. Os lo diré porque os lo he contado todo, y merecéis saberlo. Y ese día visitamos un museo dedicado a la ciencia, al que llaman Deutsches Museum. Y allí hay un meteorito, una célula enorme, aviones, barcos y la incomensurable reproducción de una mina. Y fuimos con tiempo al aeropuerto. Y compramos los últimos regalos. Y despegó un avión hacia Barcelona. Y allí, en medio del frío, quedaron la Marienplatz y su carillón; las Ninfas; el castillo del rey loco; Dachau. Y un violín que llorará siempre.
Fin.

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