CARA B.
1. Dame el lugar que no te tengo que pedir.
Jaime y yo nunca dejamos de ser los de entonces, a pesar de su grupo de Scouts, de sus estancias en Dublín, de mis becas en Leeds, a pesar de sus veranos venidos a menos en Barbate, de sus suspensos infinitos en Lengua Castellana y de mis Sobresalientes en Matemáticas. Seguimos siendo los mismos incluso cuando mi madre se sacó la plaza de celadora en el Hospital Universitario y dejó de ir a María Zambrano, 25.
Crecimos cerca y lejos pero siempre al lado del otro lado de dos vidas tan distintas y entre ellas, Bea.
La que nunca estaba, la que siempre aparecía cuando menos debía.
Desde aquel episodio de los besos pagados nos hicimos amigos porque a veces la vida te gasta estas bromas y mientras Jaime se reía con las historias imposibles de Bea, yo me moría de amor en cada uno de sus gestos. La hubiera reventado a besos y quien dice a besos dice a pollazos, contra cualquier pared de cualquier bar cuando se bebía de un trago la cerveza, Dioooosssss, qué mala está, por favor, Marco, tráeme otra que así no hay cojones de emborracharme. Hubiera hundido la nariz de Cyrano que tengo en su pelo de paja para confirmar que Bea, me has jodido la vida con tu olor a limón y con tu manera de caminar y con tu risa tonta y con tu corazón vacío porque Bea, yo solo quiero follarte mucho y poco y a ratos y siempre y hablar de nada y contártelo todo, Bea.
—Jaime, ¿qué haces?
—Rezar el rosario, Marco.
—No, escucha, que Bea me ha llamado desde un campo o algo así. Que está en una Rave y dice que vayamos a por ella.
—Marco, ¿tú te acuerdas de Andrea, la fea? pues resulta que está guapísima y que la ha dejado el novio y que si nos tomamos dos cervezas más, igual me la follo. Que le den mucho a la loca del coño de Bea, macho, que parece que cría líos. Déjala, que la tienes muy mal acostumbrada, que siempre le salvas el culo.
—Joer, Jaime, que no tengo coche.
—Sí, pídeme otra, Andrea.
—¿?
—Que eso, que te pilles un taxi.
—No tengo pasta, me la gasté toda en el libro ese de Fernando Fernán Gómez para el cumpleaños de Bea.
—Me cago en tu puta vida, Marco.
—Macho, tú sí que eres un amigo, ¿en media hora en Zoco?
De vez en cuando recuerdo aquella noche porque fue en ese momento y no en otro cuando me di cuenta de que nadie en el mundo podría ocupar su sitio.
Ni Jaime —hostias, esto es terrible, vamos a buscarla y nos largamos— ni yo habíamos estado nunca en una rave. Tenía razón Jaime: aquello era el infierno y no lo que escribió Dante.
En medio del campo, en una casa en ruinas, varias decenas de muertos colocados creían estar bailando pero a los ojos de un vivo solo convulsionaban a ritmo de un sonido monstruoso, macho, Marco es como una fiesta de pijamas de satánicos, y si no hubiera estado tan preocupado por sacar de aquel infierno a mi Beatriz, me hubiera descojonado de Jaime y de su polo Fred Perry, allí, en la entrada de los avernos.
En medio de ¿la pista?, Bea de pie, con una camiseta blanca manchada de sangre, Bea, mi vida, ¿esto es tuyo?, ¿te han pegado, Bea?, nononononono, es mía, soy yo, mi nariz, mira, mira, soy yo, un mal tiro, Marco, te quiero mucho y a ti, Jaime, pero más a Marco, sácame de aquí, Marco…
—Como me manches la tapicería de sangre, te corro a hostias, loca, que estás loca, Bea. No me voy a calentar más porque es que te juro que…
—Va, Jaime, ya. No se entera, déjala, por favor. Vamos al hospital y que la vean.
—Sí, claro, ¿y qué más?
—Les contamos la verdad: ni tú ni yo nos hemos metido nada, Bea se ha metido no sé cuántas rayas y se le ha reventado la nariz. Calma, Jaime, a ti no te va a pasar nada, te lo juro. Solo quiero que nos lleves al hospital, déjanos en la puerta, te juro que no hablo de ti a nadie. Solo quiero saber que ella está bien, solo eso.
Jaime no abandonó el barco, somos de la generación de Chanquete, siempre lo he dicho y eso imprime carácter.
Yo pasé al box con Bea porque el de urgencias no pudo soltarme de ella. Bea, tu mano era la mía y mi sitio, el tuyo.
Abrió los ojos al cabo de un rato y sonrió, hasta con hilos de sangre resecos estás guapa, jodía.
—Cuéntame quién era Beatrice Portinari, Marco.
—¿Otra vez?
—Siempre.
La vida se come los años: sabedlo, jóvenes, y un día, suena el despertador y te has casado y llevas sin ver a Jaime y a Bea 6 años. Un día te duele el cuerpo de olvidar y lo dejas muerto o te mueres de mentira para engañar a los años que te martillean a recuerdos.
Una mañana Jaime me llamó. Que se casaba, de nuevo. Que dónde estaba, que sin ti no hay boda ni pollas.
—Estoy en Madrid, pesao, pero vuelvo al Infierno a rescatarte, si hace falta.
—A mí no, pero a la loca hay que avisarla. Su hermana me ha pasado su móvil, vive en Roma.
—¿Su hermana?
—Joer, Marco, cómo me mola comprobar que sigues tan empanado como siempre.
—Bea vive en Roma. Hay que llamarla, ¿te encargas tú? Dile que si no viene, no me caso.
—Entonces dirá que no.
—Capullo.
—Te adoro.
Bea vino, vio y venció, como siempre.
Ahora era una vegana intransigente, ¿dónde quedó la Bea de “mi hamburguesa, poco hecha”?, profesora de ELE en la Plaza Nabona y con un marido redondo como una pelota de playa y simpático a morir.
Bea llevaba dos fotos en la cartera, una vieja y esportillada con Jaime, ella y yo en la puerta de EL Campero, en Barbate y otra, de un niño moreno y mofletón.
—Se llama Marco, Dante me parecía demasiado. Siempre me cuidaste mucho, gracias.
—Ojalá me hubieras dejado hacerlo más.
—Hubo veces en las que lo pensé: qué vida más fácil de haberme enamorado de ti, Marco.
—Hubo veces en las que pensé: dame el sitio que no tengo que pedirte, Bea.
—Empate, pues.
—Empate.
En la pista baila Jaime con su nueva mujer.
Creo que no habrá que rescatarlo de ningún infierno, pero por si acaso, aquí estaré, amigo.
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