Los naranjos ya florecen, que es lo importante.
De todas las opciones posibles, Petrusko Mamuasel, diseñador de batas de boatiné para amas de casa, eligió la más sencilla para liquidar al perro de su vecino: el envenenamiento. Como su vivienda se encontraba en un piso superior y una de sus terrazas --verdadero jardín colgante babilónico, tal era el esplendor de sus geranios y clavellinas-- daba al patio donde el molesto perrazo se pasaba el día y la noche ladrando, ideó un sistema para envenenarlo que le pareció discreto y muy poco comprometido.
Lo primero fue hacerse con un saco de comida para perros sin importarle que para conseguir un solo Whiska, tuviera que comprar el saco de 5 kilos. Ya en casa y con el incesante ladrar que llegaba desde abajo metido en el cerebro, se dio cuenta de que no tenía las herramientas necesarias para efectuar en el Whiska la operación proyectada, así que apresuradamente se dirigió a una ferretería para hacerse con una segueta y un taladro-miniatura de precisión. Otra vez de vuelta a su domicilio, abandonado el trabajo de hilvanar una bata encargada por doña Pilar de la Hoz, marquesa de Setefilla, dispuso sobre la mesa el arsenal y efectuó en el Whiska un corte transversal y el hueco destinado a contener el veneno... ¿pero qué veneno? El recuerdo de una antigua lectura, hizo que se decidiera por el mercurio aunque desconocía si los efectos letales de la ingesta de mercurio actuaban de manera inmediata en el organismo de un perro o si por el contrario, la muerte tardaba en llegar días, o peor aún semanas o meses. Se acordó que en el trastero aún albergaba un vetusto calentador de agua de 80 litros que nunca decidió ceder al chatarrero. Con destornilladores y llaves al principio y a puros martillazos después, logró extraer la cápsula que contenía el preciado mercurio y que en tal cacharro formaba parte del termostato. Después, ya en la mesa de trabajo, rellenó en Whiska de líquido metal y pegó los dos hemisferios de cola blanca. Cuando esta se secó bien pasadas dos horas, volvió a la ferretería donde antes compró el taladro y la segueta y adquirió en esta ocasión un carrete de sedal de nailon. En la punta del hilo ató el Wiska, se asomó a la terraza, llamó al perro ("Perrito, perrito; ven, perrito"). El can se puso como loco en cuanto lo divisó, se transformó en un monstruo que fabricaba espuma que era expulsada de sus fauces a razón de medio litro por segundo. Pero, a medida que el Whiska emponzoñado fue descendiendo en tanto Petrusko Mamuasel iba soltando sedal, su insufrible ladrar aminoró hasta que la curiosidad por lo que bajaba lo convirtió en silencio. Finalmente, el perro mordió, nunca mejor dicho, el anzuelo, a la vez que el modisto dejaba escapar un hondo suspiro de satisfacción. ¿Qué el perrazo tardaría en fallecer un día o un mes? Daba igual. Poco le importaba esperar el feliz desenlace, porque tenía para escuchar mientras confeccionaba sus batas, la discografía completa de Marifé de Triana.________________________________________________
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Acróstico: J. Carroll, "El mar de madera"..