

El complejo debate sobre el odio, la violencia y su relación con las ideas políticas y religiosas que llenan las noticias estos días me ha llevado a recordar la figura de Dan Burros. Daniel fue un joven activista neonazi norteamericano que en los años 60 llegó a ser “Gran Dragón” de la sección de Nueva York del Ku Klux Klan. Antes había pasado por el Partido Nazi Americano y había jurado lealtad a George Lincoln Rockwell, su fundador, y a Adolf Hitler.
Su fascinación por la milicia y un temperamento inestable y violento encajaban bastante bien con la actividad política y la opción elegida por Burros. Su alto coeficiente intelectual (154), por el contrario, puede generar muchas dudas y una importante discusión sobre los limites de la inteligencia humana.
Lo que parece indudable es que su origen no encajaba en la ecuación. Daniel era judío, un judío neonazi. Una contradicción insuperable que le llevó a suicidarse en 1965, con 28 años.
La “culpa” fue de la investigación que John McCandlish Phillips, un joven periodista del New York Times, hizo sobre su figura y cuya publicación Burros no puedo superar. Por Phillips conocemos los detalles de su vida.

Desde niño Daniel había mostrado una gran inteligencia y unas claras limitaciones físicas. Era bajito, miope y regordete, con nulas capacidades para el deporte. Y lo llevaba muy mal. Tenía un carácter competitivo y las burlas de los compañeros no ayudaban, con lo que estaba metido en peleas constantemente. No soy psicólogo, así que no se si eso tiene que ver con la fascinación que siente hacia todo lo militar, también desde edad temprana. Empieza a fantasear con la estética nazi, llenando sus cuadernos escolares con dibujos de carros de combate y fotografías de generales alemanes de la Segunda Guerra Mundial. ¿Tal vez una manera de rebeldía y de superar sus limitaciones?
De adolescente se alista en la Guardia Nacional, y luce orgulloso su uniforme en las aulas. Ya de adulto pide su ingreso en West Point, pero la realidad de sus limitaciones físicas se impone. Prueba en 1955 con los paracaidistas de la 101ª Compañía Aerotransportada, que sí le da una oportunidad. La misma que él empieza a darle a sus contradicciones. Dicha compañía paracaidista tuvo un papel muy destacado en las operaciones del Desembarco de Normandía, donde labró su leyenda. Es curioso que Burros elija precisamente uno de los cuerpos más destacados en la derrota de sus admirados nazis.
Fracasada carrera militar
Pero una vez más la realidad se convierte en un muro donde se estrella el “impossible is nothing”, tan efectivo para vender cosas como para arruinar vidas. Según Phillips, ”tenía sobrepeso, mala coordinación, era lento y llevaba gafas gruesas, por lo que el resto se reía de él”. O sea, vuelta al instituto: peleas con los compañeros e insubordinación, con intentos de suicidio añadidos. En uno de ellos incluye en la nota alabanzas a Hitler.

Sus orígenes todavía no se han destapado, aunque algunos compañeros sospechan porque de vez en cuando se zampaba algún knish y rondaba chicas judías. A la vez, quizás para compensar o por un proceso interior más complejo de “autoodio”, su antisemitismo se hace más agresivo.

Y eso supone el principio del fin.
El New York Times descubre la verdad
Ahora Dan Burros es una figura mediática y eso impulsa la curiosidad de los periodistas. El New York Times le encarga a John McCandish Phillips que investigue de dónde ha salido la nueva esperanza blanca -con perdón- del KKK. Y el joven periodista se pone manos a la obra y consigue una exclusiva histórica.

Con toda esa información Phillips se presenta en una peluquería de Queens que frecuentaba Barros. Allí, mientras a Dan le van rapando el pelo, el periodista le pregunta sobre su historia, su paso por el ejército y su ideario racista. Todo va bien hasta que Phillips le enseña la copia del certificado de boda de sus padres y le revela que conoce toda su historia, estudios hebraicos y bar mitzvah incluidos. Conteniendo su ira, Burros amenaza al periodista con matarle si lo publica.

Atrapado en la vida que había creado se vio sin salida posible. La vergüenza de que sus correligionarios conocieran sus orígenes le llevó al suicidio. Al final cometió un crimen de odio.
No conoceremos nunca el mundo interior de Daniel, la razón de renegar de esa forma tan drástica de sus orígenes, la búsqueda de una nueva familia y, sobre todo, cómo y por qué se deslizó por esa pendiente de odio, algo que siempre acaba mal. ¿Su ideología le embarcó en ese odio o era una consecuencia del mismo?
Camino del hospital para identificar el cadáver, Esther, su madre, repetía una y otra vez: “era un niño tan bueno”.
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