Como sucede con todos los premios y galardones (Nobel, Óscar, Goya, Cervantes…), se producen casos –y a mayor relevancia aún más– ya no sólo de más o menos justicia, también completamente paradójicos y llenos de contradicciones: escritores a los que nunca se les reconoció con el Nobel (Borges –siempre el primero de esta lista–, Joyce, Mulisch, Nabokov, Auden, Zola, Cortázar, Hugo Claus… y otros como Sartre que lo rechazaron para luego pedir la “pasta” del premio); actores y directores que jamás recibieron el Óscar (Kirk Douglas –aunque sorprendentemente su hijo Michael sí–, Cary Grant, Chaplin, Richard Burton, E. G. Robinson…), o artistas que murieron en la pobreza o falta de reconocimiento (Van Gogh, Rembrandt…) y posteriormente sus obras se han vendido por cifras desorbitadas sin el más mínimo “premio” en vida.
En los últimos Premios de la Academia, mejor conocidos como los Óscar, hubo una película en la que todos los críticos coincidieron en señalar como la gran derrotada: Lincoln (ídem, 2012); dirigida por Spielberg e interpretada por Daniel Day-Lewis.
En la línea del leitmotiv de este artículo, en el citado film se da otra de las paradojas de las que hablo, pues si Lincoln fue la gran derrotada, en ella se encumbró a Day-Lewis como uno de los grandes vencedores, pasando a la historia como el único actor en conseguir tres Óscars al mejor intérprete, algo que sin duda lo convierte en el mejor –premios aparte– de su generación (Tom Hanks, Viggo Mortensen, Sean Penn, Kevin Bacon o Tim Robbins) demostrando a su vez la virtud de saber elegir bien sus papeles, trabajando tan sólo cada dos o tres años, en especial en el último tiempo.
El actor, hijo del importante poeta inglés Cecil Day-Lewis y la actriz Jill Balcon posee –paradójicamente– nacionalidad irlandesa, y está casado con Rebeca Miller, la hija del dramaturgo Arthur Miller. Coleccionista de premios (casi el centenar) y nominaciones (supera las cien), cualquiera de sus trabajos podría estar en esas manidas y superficiales listas de las mejores películas y corroborados de actuaciones memorables: Mi hermosa lavandería (My beautiful laundrette, 1985), Mi pie izquierdo (My left foot, 1989), La edad de la inocencia (The age of innocence, 1993), Gangs of New York (ídem, 2002) o Pozos de ambición (There will be blood, 2007), sin olvidar otras no menos reseñables como La insoportable levedad del ser (The unbearable lightness of being, 1988), En el nombre del padre (In the name of the father, 1993) o The boxer (ídem, 1997), y es que en el caso de Day-Lewis sus actuaciones no bajan del notable.
Fue el hombre capaz de rechazar los papeles protagonistas de Philadelphia (ídem, 1993 y Óscar al mejor actor), Entrevista con el vampiro (Interview with the vampire, 1994, y ningún Óscar) o El señor de los anillos (The lord of the rings, 2001-2013, y ningún Óscar a mejor actor) en la piel de Aragorn y por contra aceptar el de Lincoln –destinado a ser interpretado por Liam Neeson, que paradójicamente no posee ningún Óscar y quizá aquí lo hubiese obtenido, quizá–; el actor que tras The boxer lo abandonó todo y se estableció en Italia abrumado y acosado por la fama para dedicarse a aprender el oficio de zapatero; aquél que bordó el genial papel de Bill El Carnicero trabajándolo mientras escuchaba al rapero Eminem; el hijo del poeta que en 1989 interpretando Hamlet en el teatro creyó estar hablando con el espíritu de su padre fallecido y abandonó el escenario en plena actuación; Daniel Day-Lewis, un actor en el que confluyen variadas paradojas cuya realidad es la de ser uno de los mejores actores de todos los tiempos, y éso sí que no es ninguna paradoja.