David Bowie in Nicolas Roeg’s THE MAN WHO FELL TO EARTH (1976). Courtesy Rialto Pictures/StudioCanal.
Por Juan Manuel Granja, Periodista y escritor
(Publicado originalmente en revista dominical Cartón Piedra del diario El Telégrafo, el 24 de enero de 2016)
David Bowie bien podría ser la estrella de rock más sobreinterpretada de la historia1. Aunque su irrupción como rockstar se dio cuando el rock ya no era algo nuevo ni radical, la aparición de Bowie en los años setenta fue celebrada como la segunda venida de Elvis, el mesías que mueve el trasero, pero de un Elvis con maquillaje extraterrestre y libro de Nietzsche en mano2. Nadie entendía del todo lo que el pálido y raquítico londinense estaba haciendo al inventar a Ziggy Stardust, la metaestrella de rock3, asesinarla en manos de sus fans al final del álbum que narra su ascenso y caída y más tarde “suicidarla” en el escenario, además de disolver la brillante banda que sostenía sus conciertos: The Spiders from Mars con la guitarra de Mick Ronson como principal arma de invasión marciana. Y justamente eso, que nadie entendiera bien lo que pasaba, que hubiera un Bowie distinto para uso de cada quien4, de alguna manera hacía que David Bowie fuera más fácil de entender. Es decir, de sobreinterpretar.
El cantautor bostezaba ante la mención de estudios académicos que, por ejemplo, intentaban leerlo como epítome de una sociedad pluralista en ciernes o como una personificación glam y transnacional de los conceptos de Andy Warhol, el artista de la multimedia y la reproductibilidad industrial. Pero Bowie sabía muy bien cómo jugar con el artificio y el fingimiento, sabía muy bien cómo subrayar la palabra ‘arte’ dentro de la etiqueta de arte pop y luego reírse como si sus pretensiones fueran en realidad una boutade. El hecho de ser un voraz coleccionista de estilos e ideas que iban más allá de la música (el autor como curador, algo de lo que hoy estamos infestados gracias al acceso y al exceso online) lo convertía en una cita de citas, en el diletante más escandaloso del rock. A diferencia de Alice Cooper, Black Sabbath y demás metaleros que usaron la estética del horror o el ocultismo (Led Zeppelin) como superación de la era hippie, David Bowie producía verdadero miedo en la Inglaterra setentera. Ver una película de terror puede ser, a la final y entre los sustos, como ver un espectáculo de Grand-Guignol: divertido y hasta cómico. Ver y oír al ambiguo Bowie y sus sucesivos avatares (Ziggy Stardust, Aladdin Sane o el homosexual afrobritánico fascinado por el soul y el funk que encarna en Young Americans) obligaba al público a enfrentarse a sus propios prejuicios, así causaba terror real y, paradójicamente, también ganas de bailar.
El falso diván multimedia
Se supone que la metamorfosis, en el sentido kafkiano de un día despertar convertido enteramente en otro, era para Bowie tanto una apuesta artística como una angustia personal (o una preocupación que logró tematizar de forma artística, como supuestamente también habría hecho con la muerte que le carcomía el cuerpo en su nuevo/último álbum Blackstar y sus referencias a Lázaro y otros motivos fúnebres)5. Por el lado materno de su familia había escuchado desde niño casos de suicidio y enfermedad mental. Terry, su medio hermano mayor, aquel que le había hecho leer a Kerouac y escuchar a Coltrane por primera vez, pasó buena parte de su vida internado en un hospital pues era esquizofrénico y finalmente se suicidó en 1985. Bowie decía que creció con el terror de volverse loco y podría concluirse que hizo de la esquizofrenia artística la forma de exorcizar sus temores. Sin embargo, esta es la narrativa con la cual el propio cantante intentó —pasada la ziggymanía de los años setenta— hacer algo que muy probablemente no era necesario: tratar de enlazar la artificialidad extrema de su arte, su encantadora superficialidad hecha de pliegues meta-artísticos, con algún aspecto “profundo” de su vida: la herencia esquizofrénica.
‘Ashes to Ashes’: el propio David Bowie fue capaz de sobreinterpretarse y contradecirse quizá porque en el fondo, detrás de la máscara cotidiana, y como nos pasa a todos, somos un enigma para nosotros mismos, un enigma que va del útero a la muerte y, en la mente de los otros, más allá de la muerte. Es la constante y variada escenificación de ese misterio constitutivo lo que hacía de Bowie una estrella (¿negra?). Poco importa si le daba más énfasis al estilo que a la sustancia pues es el contexto subversivo de su música (plasticidad sexual, glamorización de las drogas, decadentismo pop) lo que causaba fascinación, miedo e incomprensión (y, por lo tanto, interpretaciones delirantes). Como dijo de forma lúcida alguna vez en la era de Ziggy: “No sé si yo escribo los personajes que interpreto o ellos me escriben a mí”. Bowie podía cantar desconsoladamente “Sé mi esposa” o afirmar que el primer popstar fue Hitler, aparecer en una película infantil rodeado de muppets, narrar Pedro y el lobo de Prokofiev, hacer la voz de un personaje de Bob Esponja o iniciar una canción gritando: “Esto no es rock n’ roll, esto es genocidio”. Su personaje central, no obstante, siempre fue el mismo, siempre se trató de una u otra versión de una fuerza consciente de su artificialidad y de su extrañeza: alienígena o bisexual, electro-berlinés o funkie, pintor híper hipster o empresario web: detrás siempre hubo un solo polimorfo Bowie de mirada bicolor esforzado por creer que podía ser otro y, muchas veces, confundiendo a los otros y confundiéndose a sí mismo6.
Otra prueba contra su propia sobreinterpretación sería el hecho de que más que evidenciar un miedo a la metamorfosis, el trabajo de Bowie muestra, más bien, una vocación de metamorfosis, una adicción a la vanguardia de la que no pocas veces exageró en nombre de lo cool, de lo in o del deseo de seguir produciendo shock (mientras grababa Blackstar, por ejemplo, admitió la influencia superactual del rapero Kendrick Lamar). No obstante, su modelo para la transformación empedernida no habría sido tanto la esquizofrenia como el séptimo arte. Al hablar de David Bowie, estamos hablando ante todo de un fan, de un artista muy influyente pero sobre todo muy influenciado. Gran parte de su vida puede entenderse a través de la terminología del cine: toda su trayectoria fue como un gran casting, una cacería de cuerpos, ideas y formas. Siempre estuvo en movimiento y en busca de ritmos, referentes y colaboradores, tantos que resultan contradictorios: desde Lindsay Kemp, Brian Eno, Queen y John Lennon hasta Jim Henson, Bing Crosby y el tocayo Lynch. Bowie es uno de los mejores ejemplos del tipo seducido por las imágenes que se sentó frente a la gran pantalla, caminó hacia ella, atravesó el lienzo y se zambulló en la ficción (y en la devoradora ficción de la ficción)7.
A los 8 años, tras ver a Little Richard dando alaridos en un filme quiso ser uno de los saxofonistas de su banda, y se volvió un saxofonista. Luego quiso cantar y actuar como Anthony Newley, y se convirtió en actor y cantante. Además quiso ser un mimo, y estudió para volverse mimo… Siempre fue como un actor hambriento que buscaba por todo lado los textos más suculentos para declamar durante su show. Más que un buen cantante, el Duque Blanco era un excelente intérprete de canciones. Sabía cómo dramatizar la letra, dotarla de vida e inteligencia (artificial) y contribuir a la totalidad sonora de un tema experimentando con distintos modos de hacer sonar su voz: crooner robótico, roquero mesiánico, zombi glamoroso…, una conjugación siempre inquieta de textos y texturas. Sus textos están intoxicados de referencias cinéfilas (una y otra vez canta sobre la gran pantalla, sobre ver películas en la oscuridad o sobre el filme escrito y reescrito como hace en ‘Life on Mars?’). Paralelamente, las texturas de sus canciones trabajan no como ilustración del texto sino como guión sonoro.
Dijo Bowie: “Mi vida artística es la consecuencia directa de soñar en technicolor”. El cine atraviesa su obra no solo como referente sino además como principio narrativo-compositivo. Sus canciones parecerían formar parte de algún extraño musical que se extiende por 5 décadas pues cuentan con personajes, escenarios e incluso diálogos. Esa composición desde un punto de vista cinematográfico o teatral hace que sus temas desarrollen escenas, produzcan sensaciones de suspenso, lleguen a un clímax y guíen la atención del oyente como si se tratara de una película hecha para bailar. Pero se puede ir más allá y decir que Bowie es el alienígena profesional del cine. No solo fue el actor cuyos múltiples avatares fílmicos acababan por iluminar (¿o producir?) alguna faceta de su propio dramatis personae pop (alien, genio, monstruo, bromista, artista, freak, seductor…)8, sino además el autor de una serie de canciones citadas en todo tipo de películas. Bowie no solo se mudó a la pantalla de cine sino que dejó su histriónica música regada en todo tipo de escenas y en manos de directores de toda calaña.
El también adicto a la cita Quentin Tarantino usó el tema ‘Cat People’ en Inglourious Basterds, Michael Moore invocó su voz en The Big One así como hizo David Lynch para iluminar solo un poquito de la carretera al inicio de Lost Highway. El francés Léos Carax, con su visión tortuosa del amor, ha recurrido con devoción a la música de Bowie para producir efectos extraños como en Mauvais Sang, un filme denso y difícil, un poema de amor en medio de gangsters y ciencia ficción, en el cual emplea ‘Modern Love’, quizá su canción más contagiosa y convencionalmente pop. Temas de este ex-Ziggy Stardust convertido en banda sonora perpetua aparecen en Showgirls, en la cinta alemana Christiane F., cantados en portugués en The Life Aquatic de Wes Anderson o en italiano en Io e Te de Bertolucci. Más recientemente también forman parte del elenco musical de American Hustle y la decepcionante The Martian. Además, resulta significativo que muchas de sus canciones suenen mientras aparecen en pantalla los créditos finales de muchas películas: largometrajes de David Fincher, Christopher Nolan y Lars von Trier acaban con la voz de Bowie como extraño colofón. Es como si David Bowie (o el sonido de su voz o el imaginario recombinante que sugiere el hecho de citarlo o el aspecto cool y extravagante de su música) tuviera siempre algo conclusivo que decir o tal vez algo ambiguo e inaprensible que sugerir.
Contra el psicologismo del cual se abusa al tratar de comprenderlo (al estilo: “el tipo estaba loco, era un genio”), es posible hallar una calculada extrañeza en la importancia y uso del cine dentro de la obra multimedia de Bowie. No era raro encontrarse en sus conciertos con proyecciones de Buñuel cortando el ojo de una mujer en el Perro Andaluz, escucharlo cantar ‘God Only Knows’, una canción de amor de los Beach Boys digna de algún edulcorado romance de Hollywood o recordar cómo logró que Iggy Pop encontrara una forma más siniestra de cantar al dejar de lado su bagaje roquero e imitar la voz de Marlene Dietrich, la actriz más exótica de los años treinta y cuarenta (junto a la cual, además, Bowie actúo en 1978 haciendo de… gigoló). Otro ejemplo: para la invención escénica de su primera banda exitosa (pues hizo zapping varios años entre varios grupos y géneros antes de alcanzar la fama)9 fue más importante el cine de Stanley Kubrick que Woodstock o que el documentalismo roquero del cual el propio Bowie se convertiría en tema recurrente. (El documental, por supuesto, es otro de los registros del Bowie fílmico que lo llevan una y otra vez a la mesa de disección de la interpretación cultural). La idea era que Ziggy y sus arañas de Marte aparecieran sobre las tablas como una pandilla futurista y distópica al estilo de La Naranja Mecánica. La ziggymanía, por lo tanto, fue como un acto de posesión cinematográfica traducida en disco, concierto y videoclip.
Esta no es una película y el rock no es el rock
Las máscaras sobre el rostro de Bowie, siempre mediadas por esa hiperficción que hemos convenido en llamar cine (incluida la posibilidad, o el imposible desenmascaramiento, de la máscara de un Bowie ‘sin máscaras’), son quizá el filtro que adoptó frente a la concepción de la música rock como algo finalmente ajeno a los rockstars ingleses. Este síndrome de la inautenticidad siempre fue más claro de trazar en los blueseros británicos y en la supuesta fatalidad de no haber nacido negros y en el sur de Estados Unidos. La forma de compensar el hecho de no llevar el “blues en las venas” siempre fue el conocimiento, el estudio minucioso de la música gringa como forma de conjurar una falta imposible de superar. Así podemos ver en el documental Hail! Hail! Rock n’ Roll a Keith Richards discutiendo con su ídolo y mentor Chuck Berry (quizá el inventor del rock n’ roll) sobre la manera correcta de tocar las canciones del propio Chuck Berry.
Esta reelaboración estudiosa de la música americana en manos inglesas10, esta tensión entre originalidad y reapropiación (o, en algunos casos, ficcionalidad pura), se puede hallar también en la relación de Bowie con Nina Simone, a quien el londinense admiraba profundamente y a quien trataba de estimular para que no se retirara de la música. Las conversaciones muy amistosas que mantuvieron podrían resumirse en la envidia (¿o simulación de envidia?) de Bowie por el hecho de no ser un músico “verdadero” como a sus ojos sí lo era Simone, la ‘verdad’ misma de la música negra y no negra, pues Simone contaba con una rigurosa instrucción clásica. (El cover que David hizo del cover que Nina había hecho anteriormente, ‘Wild is the Wind’, sería como la trágica huella de esta distancia). Bowie intentó franquear esa fractura con una pequeña ayuda de la ficción, así lo confiesa en el documental Cracked Actor:
“Nunca quise ser una estrella de rock, tocaba el saxofón y estaba tratando de decidirme si quería hacer rock n’ roll o jazz. Creo que no era muy bueno para el jazz pero podía fingirlo muy bien en el rock n’ roll así que toqué rock n’ roll. Y me di cuenta de que me gustaba escribir. Lo único para lo que fui bueno en la escuela era en composición, no en gramática —siempre fui terrible para la gramática— pero siempre fui capaz de escribir mejores historias que cualquiera”.
Podría decirse, por lo tanto, que David Bowie (el no-músico o el músico ficticio) nunca escribió canciones sino historias o escenas; en definitiva, ficciones que encontraron la forma de materializarse a través de formas musicales, de ahí el excentricismo de su música. De sus innumerables discípulos (The Cure, Depeche Mode, The Smiths, Joy Division, Sonic Youth, U2, The Smashing Pumpkins, Nirvana, Gary Numan, Tool, Trent Reznor, Radiohead, un Marilyn Manson con tetas…), ninguno suena como Bowie (a diferencia de los discípulos de Bob Dylan, otro cantautor transformista, que casi siempre suenan como Dylan), pues Bowie siempre buscó ser otro más radicalmente de lo que ha hecho Dylan. La importancia que Bowie dio al gesto y lo sintético en el pop incluso hace que quienes no se consideren sus discípulos terminen siéndolo para bien (Björk o Beck) o para mal (Miguel Bosé o Lady Gaga). Subsiste, sin embargo, una ironía.
Bowie de alguna forma fue una estrella de cine a la vieja usanza, una estrella audiovisual como también lo fueron Elvis Presley y antes Frank Sinatra: la música les sirvió como plataforma para alcanzar el mainstrem más mainstream: Hollywood. La diferencia estaría en la credibilidad experimental, vanguardista y arty de Bowie. ¿Un mainstream alternativo? Es inevitable, no obstante, y de ahí la ironía, que su muerte lo convierta en una pieza de museo. Ya en 1998 se llevó a cabo el espectáculo-performance A Rock n’ Roll Suicide. Este show en vivo trató de reescenificar una vez más los conciertos de despedida de Ziggy Stardust (1973) a través de un actor que personificaba a Bowie/Stardust y que terminó por recrear el recuerdo del concierto mediado por el célebre documental de D. A. Pennebaker que registra el apocalipsis del universo de Ziggy.
La gente que de verdad había asistido a aquel concierto en los setenta había distorsionado su propio recuerdo debido a la repetida revisión de la película: la cinta de 16 mm que había usado D. A. Pennebaker para filmarla le había dado un tono rojizo al filme y hacía que los flashazos de los fotógrafos resplandecieran mucho más que en la vida real. A Rock n’ Roll Suicide usó luces estroboscópicas para recrear aquellos flashes desproporcionados e iluminación de color rojo con el fin de reproducir la sensación que transmite el documental en lugar de la experiencia real del concierto de Bowie. Este performance, por lo tanto, fue y no fue la película que, a su vez, fue el registro de un evento ficticio (y que, por ende, fue y no fue): el final de Ziggy Stardust.
La reescenificación es un acto fantasmático, espectral, se supone que es efímera y no puede ser capturada como producto o distribuida como objeto artístico o mercantil, es radicalmente presencial y, sin embargo, en obras como A Rock n’ Roll Suicide (que está lejos de ser la única por el estilo, basta revisar la cantidad de tributos en cualquier agenda de eventos, ver los programas de tv dedicados a copiar a los famosos o mencionar shows similares dedicados a The Smiths o The Cramps) se trata de revivir un pasado ya vivido. Vivir una cita: lo que se presencia nunca se hace presente por completo. Y esto es lo que seguramente pasará con el trabajo entero de Bowie, fue tan influyente que es casi inevitable que el rock, desde hace ya décadas convertido en una institución museificadora con sus restaurantes temáticos, hamburguesas, cocteles y salones de la gloria, lo ubique en un diorama reverencial.
El apogeo actual del patrimonio —del cual el rock está lejos de poder escapar— eleva la conservación a ideal cultural. Sería toda una ironía que David Bowie, el subversivo y ambiguo experimento de sí mismo, el artista que usaba la citación no como forma de conservar el pasado o naufragar en la información sino como estímulo creativo, como gasto, quizá la única estrella de la segunda edad de oro del rock que se reusó a ser nombrado Sir por la corona británica (a diferencia de Mick Jagger, Paul McCartney y Elton John); sea coronado por la posteridad como objeto de museo. Por el momento, y como si se tratara de un dios griego, ya ha sido honrado con una constelación en forma del rayo que cruza el rostro de Aladdin Sane en el firmamento. Lo más probable, sin embargo, es que todo esto solo sea sobreinterpretación.
NOTAS
- Cabe precisar que los más sobreinterpretados del mundo del rock son sin duda los Beatles, sin embargo, y para efectos de este artículo, me refiero a un solista no a una banda.
- El Rey y David ‘Queen Bitch’ Bowie comparten más que coincidencias. No solo que Bowie nació, al igual que Elvis, un 8 de enero, lo cual fue tomado por el inglés como un signo cuando era joven, sino que Presley grabó una canción titulada Black Star, que habla de la muerte y que es parte de un olvidado western llamado Flaming Star cuyo título de trabajo había sido justamente Black Star. Además de tomar prestados algunos gestos escénicos de Elvis, Bowie adaptó ideas de sus brillosos trajes para la ropa de Ziggy Stardust y el rayo de Aladdin Sane recuerda al logo de “taking care of business” de un anillo que usaba el Rey. Lo más importante, tal vez, es que Bowie llevó la provocación sexual que inició la pelvis de Elvis a una dimensión más arriesgada.
- Ziggy Stardust es la parodia, fusión y distorsión de Jimi Hendrix, Iggy Pop y Vince Taylor (roquero inglés que tomó tanto LSD que declaró ser Jesucristo) en un extraterrestre andrógino y avatar mesiánico capaz de hacer felaciones de guitarra eléctrica.
- En los años 80’, en Rusia, por ejemplo, el colectivo de arte denominado Mitki rechazó a Bowie y definió la imagen, el código de vestimenta y la ética artística del grupo (que iba en contra de todo lo que implique estar a la moda) en oposición al glamour occidental que representaba para ellos el roquero.
- Hay que tomar en cuenta, sin embargo, que muchas de las ideas del disco Blackstar son compartidas por el musical Lazarus (2015) que escribió el mismo Bowie y que, más que hablar de su propia persona o ser confesional, y como hizo siempre, colmó de varias referencias: desde la Primera Guerra Mundial, al teatro de John Ford (siglo XVII) pasando por el uso del slang gay de Londres conocido como Polari y ciertas ideas sonoras del siempre arriesgado Scott Walker así como de To Pimp a Butterfly, el excelente álbum de Kendrick Lamar. David Bowie nunca fue un artista literal.
- La confusión fue como un virus. Bowie decidió rescatar del olvido y la bancarrota a Lou Reed y a Iggy Pop, dos estadounidenses que lo habían influido, al producir los discos Transformer y The Idiot. Sin embargo, sobre todo en Transformer de Lou Reed, intentó moldear la imagen de su precursor y convertirlo en otro avatar del propio Bowie. Respecto a su trabajo con “el pobre de” Iggy Pop, Bowie confesó que lo usó “como un conejillo de indias para lo que quería hacer con el sonido, yo no tenía material en el momento y no tenía ningunas ganas de componer”.
- Todd Haynes filmó Velvet Goldmine, largometraje que comparte título con una canción de Bowie, en el cual fabricó una versión ficticia y homoerótica de la relación entre Iggy Pop y Bowie.
- Entre muchos otros personajes, Bowie encarnó a Thomas Jerome Newton, el extraterrestre protagonista de The Man Who Fell to Earth, el vampiro de The Hunger, Nikola Tesla, el genio eléctrico de El gran truco, el realista Poncio Pilato de Scorsese y, además de un par de figuras cómicas, un demasiado alto Andy Warhol en el filme sobre Basquiat. Sin llegar a ser un excelente actor, pocos músicos llevados al cine han actuado consistentemente mejor. Otro subproducto de la cinefilia patológica de Bowie es su hijo Duncan Jones a quien sometió a una constante dieta fílmica desde la infancia al punto de que se convirtió en un director de cine apasionado por la ciencia ficción.
- En 1971 creó la banda Arnold Corns (nombre inspirado en el tema Arnold Layne de Syd Barrett) para la cual inventó el personaje de Ziggy Stardust que sería interpretado por un diseñador de 19 años que haría playback con las grabaciones de Bowie. En ese momento, el futuro Duque Blanco se veía a sí mismo como autor de canciones para otros y no todavía como el artista escénico en el cual se convirtió cuando nadie más quiso interpretar sus personajes.
- Es muy ilustrativo recordar que varias de las mayores estrellas del rock inglés, como John Lennon (The Beatles), Keith Richards (The Rolling Stones), Syd Barrett (Pink Floyd) y Pete Townshend (The Who), además de pertenecer a una clase social distinta a la de los roqueros estadounidenses originales, y tal vez por esa misma razón, pisaron aulas universitarias. Sin embargo, y esto también es muy ilustrativo, pasaron por escuelas de arte y no por escuelas de música.
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