Revista Cultura y Ocio
David Copperfield, por Charles Dickens
Publicado el 27 enero 2013 por David Pérez Vega @DavidPerezVegEditorial Alba. 1.022 páginas. 1ª edición de 1849-1850, ésta de 2012.
Entre los propósitos de Año Nuevo de 2012 estaba leer más literatura clásica y libros largos. Así que cuando me percaté de que 2012 era el año en que se conmemoraba el 200 aniversario del nacimiento de Charles Dickens (1812-1870), pensé que sería una buena idea acercarme a alguno de sus libros. La verdad es que nunca había leído nada de este autor, lo que me resulta extraño, puesto que durante un periodo bastante largo de mi vida prácticamente sólo leía clásicos. Al interrogarme por esta ausencia fundamental en mi acervo de lector, creo encontrar una explicación plausible: entre mis primeras aproximaciones al universo de los libros se encuentran unos tomos de tapas duras llamados Grandes novelas ilustradas, que contenían diez historias clásicas de la literatura universal –normalmente del universo de la literatura juvenil– adaptadas al formato cómic. Daba igual que la novela original tuviera 200 o 1.000 páginas, la adaptación al cómic siempre tenía 30. Me encantaba un volumen que contenía muchos de los clásicos de Julio Verne, y luego (ese fue el primero que me regalaron) tuve otros que mezclaban autores; recuerdo que me gustaban mucho los cómics basados en las novelas del citado Julio Verne, los de Emilio Salgari, Rider Haggard... Los que estaban basados en las novelas de Charles Dickens, al no contener historias de aventura exótica y fantástica, me resultaban más aburridos. Así que creo que de modo subconsciente el rechazo hacia las novelas de Dickens se fraguó en mí hace ya unos treinta años. De adolescente leí algunos libros de los escritores de aventuras que he citado (Verne, Salgari, Haggard) pero nunca del pobre Dickens, al que volví a marginar en mi periodo de acercamiento a los clásicos.
Se estaba acabando el año e iba a incumplir mi promesa de leer algo de Dickens en 2012. Hacia finales de noviembre, pensando ya en las vacaciones de Navidad, me pasé por la Fnac de Nuevos Ministerios con el propósito de comprar un libro con el que estuviera al menos tres o cuatro semanas. Fueron dos los que al final barajé: Submundo de Don Delillo y David Copperfield de Charles Dickens. Estuve a punto de comprar Submundo (que espero leer, en todo caso, en 2013), pero al final me sobrepuse a mi trauma infantil y compré David Copperfield. (Comentario aparte merece la expresión del chico que estaba en la caja cobrando al ver el volumen de más de 1.000 páginas de Alba; de forma inconsciente, al sostener el libro, su cara dijo: ¡Dios mío, nosotros vendemos esto, y no sólo eso, es que hay gente que lo compra!).
David Copperfield es la primera novela de Dickens que cuenta con un narrador en primera persona y, como apunta él mismo en el prólogo del libro, también es la favorita del autor. David Copperfield es un novelista de renombre, como descubriremos al avanzar en la novela (en este personaje se ha querido ver un trasunto del propio Dickens), que decide desde la madurez escribir sus memorias, “Aunque este manuscrito sea sólo para mí”, nos dice en la página 709. Unas memorias que comienzan el mismo día de su nacimiento. En más de una ocasión el narrador nos recuerda que se está enfrentando a los límites de su propia memoria y de su escritura; por ejemplo: “Cuando hace unos instantes, dejé la pluma sobre la mesa para pensar en ella, volví a sentir el soplo de la brisa marina entremezclada con el aroma de las flores” (pág. 239).
Cuando nace David Copperfield su padre ya ha muerto y su joven madre se casará con el rígido señor Murdstone; su presencia y la de su repelente hermana, la señorita Murdstone, acabarán con la agradable vida que el niño Copperfield compartía con su madre y su querida sirvienta Peggotty en su antigua casa. Las cosas empeorarán para el niño Copperfield cuando le envíen a estudiar a un internado –Salem House– donde va a conocer a algunos de los que luego serán protagonistas del libro, como el presumido James Steerforth o el leal Traddles. Pero todavía Copperfield debe pasar momentos más duros: cuando su madre y su pequeña hermana mueren, los Murdstone despedirán a Peggotty y sacarán a Copperfield del internado para que se ponga a trabajar, obligándolo a instalarse por su cuenta a los diez años. Copperfield abandonará el trabajo y, gracias a su tía –personaje que hasta ahora sólo había aparecido en el primer capítulo–, podrá cambiar el rumbo de su futuro. Lo resumido ocupa unas 300 de las 1.000 páginas del libro y seguramente esta primera parte sea la más perfecta y emocionante del conjunto. Pasados estos capítulos de más tensión, uno llega a tener la impresión de que la novela avanza por su propia inercia de obra magna: Dickens ha desplegado ante nosotros a un elenco de personajes tan grande y tan entrañable, que parece que no lo puede dejar irse sin más. Y llega un momento que empieza a ocurrir algo que resta verosimilitud al libro: los personajes que descubrimos en las 300 primeras páginas empiezan a aparecer de nuevo en momentos de exagerada casualidad. Y me hizo gracia estar pensando esto, y abrir el ABC Cultural del sábado 15 de diciembre de 2012, donde se hacía un repaso al año literario que acababa, y encontrarme con un artículo de Rodrigo Fresán, donde éste escribe sobre Dickens: “Después, claro, su inmortalidad altamente radiactiva y las habituales regañinas a ‘Mr. Popular Sentiment’, casi siempre condenando las imposibilidades y casualidades de sus argumentos y el desatado sentimentalismo de sus héroes y heroínas”. También es cierto que había pensado en lo del desatado sentimentalismo, pero como defecto esto me molestaba bastante menos que las casualidades inverosímiles de la trama (y hay más de una). En la contraportada del libro se recoge una cita de mi admirado escritor italiano Cesare Pavese: “En estas ‘páginas inolvidables cada uno de nosotros (no se me ocurre elogio mayor) vuelve a encontrar su propia experiencia secreta’”. Y posiblemente en estas palabras de Pavese se encuentre el mayor logro del libro: sobre todo en las páginas correspondientes a la infancia, uno siente que puede revivir sensaciones vividas, y ya olvidadas, de su propia infancia, lo que convierte David Copperfield en una lectura muy íntima y subyugadora.
Había un hecho literario que me hacía sentir curiosidad hacia esta novela: se supone, y así nos lo recuerda la contraportada (“Kafka la imitó en Amerika”) que Franz Kafka era un gran admirador de esta obra, y una de mis lecturas de David Copperfield la he realizado buscando alguna similitud. Amerika (o El desaparecido) lo releí hace cuatro años y me gustó mucho más de lo que recordaba de una primera lectura hace unos quince años. Es cierto que algunas de las interpretaciones que tiene el Copperfield niño del comportamiento de los adultos se asemejan a las que tiene el protagonista de Amerika respecto al mundo de los norteamericanos; y además Copperfield entra a trabajar, ya de adulto, en una especie de bufete de abogados eclesiásticos, y en la novela hay más de una ironía sobre el absurdo de la burocracia y las leyes.
Otra de las posibles lecturas de esta novela es la social: también había leído que Dickens no se cuestiona el orden social, sus personajes pueden haber descendido peldaños por algunas circunstancias pero siempre tienen claro cuál es su verdadera, y justa, clase social: ellos son caballeros. “Era consciente de haber vivido escenas de las que ellos no podían tener conocimiento, y de haber adquirido una experiencia que no correspondía a mi edad, a mi aspecto o a mi posición”, nos dice el narrador en la página 278. Y aunque el narrador nos habla de su posición, también es verdad que es sensible a los problemas y miserias del pueblo; así, escribe al ir a visitar una prisión: “No pude evitar pensar, mientras nos acercábamos a la verja de entrada, en el alboroto que se habría armado en el país si algún iluso hubiera propuesto que se gastara la mitad de ese dinero en edificar una escuela industrial para jóvenes o un asilo para ancianos, que tanto lo necesitaban” (pág. 989).
Tampoco debemos olvidar que las construcciones de Charles Dickens parten del folletín: huérfanos, padrastros malvados, guapos amantes que engañan a chicas pobres..., pero superan con creces las limitaciones de ese género, por sus habilidades narrativas para pintar escenas vividas y por su capacidad para emocionar. Quizás una novela verdaderamente extensa como ésta, que supera las 1.000 páginas, es grande precisamente porque se sobrepone a todos sus posibles baches y fallos, porque consigue que uno quiera dejar la realidad de su día a día para sumergirse en sus páginas y encontrarse con David Copperfield (que ante la tiranía de su padrastro, quien le obliga a estudiar sin poder juntarse nunca con los demás niños, encontrará refugio en la lectura, en los libros que “mantuvieron despierta mi imaginación y mi esperanza de una vida mejor”, pág. 79), y consigue que, al cerrar el libro, casi un mes después de haberlo empezado, se sienta una honda pena por tener que abandonar a sus entrañables personajes.