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Chica cumplió, como una campeona, con su parte del trato y me concedió ese tiempo de escritura. Diez años más. Pero no fueron suficientes. Al menos, nadie podrá acusarme de haber faltado a la palabra empeñada. En esos años di a la imprenta ocho libros de poemas, que no poesías, y uno de relatos, que no cuentos, amén de mi presencia en más de sesenta antologías de ambos géneros y una entrada en un importante y prestigioso Diccionario de Literatura Española. Pero incluso esto último, con lo que no contaba, una buena noticia a priori, cuando me hago con un ejemplar de dicho diccionario, pagándolo de mi bolsillo claro, me encuentro con el enunciado de la siguiente esquela, y cito literalmente:
Se trata de un autor peculiar, condenado a 20 años de prisión por atraco a mano armada y en cuyos versos esta experiencia personal tiñe de fuerza visceral cuanto escribe, que es sencillamente autobiográfico sin ningún ocultamiento.
La edición de este despropósito tuvo lugar en el año 2002 y yo entré a cumplir mi condena por atraco a mano armada en el 84, lo que induciría a pensar a cualquier lector, si se tomara la molestia de echar las cuentas, que el autor peculiar de los cojones era más que probable que continuara todavía en la cárcel, cuando, en verdad, me habían concedido la libertad condicional en el año 87... Te cuento otra. Y de paso le hago publicidad a la revista Fiat Lux. El director en persona de una empresa pública de ferrocarriles rechazó uno de mis relatos, escrito para la última página de una revista de entretenimiento que la empresa pone a disposición de los viajeros de sus trenes de alta velocidad, porque, siempre según él, era una oración muy dura y podría herir la sensibilidad de sus viajeros. El relato se titula Diabluras y está recogido en la antología de relatos que ofrece en su próximo número, este 12 de diciembre a la venta, la revista Fiat Lux. Cuando leas la frase, si la lees, ya me dices.Chica.11Chica, finalmente, se rindió. Yo no. Yo nunca me rindo. Hay que matarme. Para entonces, año 2010, se me consideraba o un poeta de culto o un poeta maldito, aunque, a mi entender, no era más que un completo imbécil, un poeta al que no conocían ni en su casa a la hora de comer. Ese era yo. Ese soy yo. Aguantamos todavía otros dos años, sin darle el coñazo a nadie, sin quejarnos, comiendo trozos de pan duro con leche y cenando latas de atún del norte del más barato. Hice mía la frase de Frank White, el rey de Nueva York, parafraseándola un poco: Muchos de nuestros amigos engordaban mientras los demás nos moríamos de hambre en las calles. Entonces, el tiempo para escribir empezaron a proporcionármelo otras mujeres. Me compraban libros y ropa, ropa cara, ingresaban dinero en mi cuenta, me hacían regalos exclusivos... ¿Qué por qué lo hacían? Ni idea, la verdad. Mi teoría al respecto es que todas las mujeres, y cuando digo todas quiero decir todas, esconden algo único en su interior, algo que las hace especialmente hermosas y felices, y yo, simplemente, no me preguntes cómo, sé encontrarlo y sacarlo a la luz. Tienes el don, me decía por esa época, en plan de coña, el Capitán Diabetes. Tenía la poesía. Mi poesía. Y una fe ciega e inquebrantable en su calidad y valor, que debía ser contagiosa. Después, unas semanas antes de la ruptura definitiva con Chica, en unas circunstancias tan tristes y dolorosas que aún no me veo con fuerzas suficientes para escribir sobre ello sin echarme a llorar, entró en escena Manuela, con la que, como habrás adivinado, renové el contrato por tiempo indefinido:
Manuela trabajaba y yo escribía.David González09/12/2014