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hace hoy diez días, de jueves, a eso de las siete de la tarde, después de casi dos semanas sin dirigirnos la mirada, Manuela llama a la puerta del estudio donde me encierro a escribir doce horas diarias.
Si te entrego las llaves, me dice, ¿me dejarás entrar el martes a por mis cosas?
La duda ofende. Y jode. Le di las llaves de mi casa al día siguiente de que empezáramos a vivir juntos, hace más de tres años. Por otra parte, ella sabe que durante más de dos años las bolsas y maletas con las cosas de Chica permanecieron, como sacos terreros, en mitad del pasillo, esperando a que ella viniera a buscarlas, cosa que finalmente nunca hizo. A mí, si te soy sincero, y siempre lo soy cuando escribo, no me estorbaban para nada. Ni, si te digo la verdad, me recordaban ya a Chica. Pero a Manuela, sí. De la noche a la mañana nos convertimos, por así decirlo, en dos ejércitos enfrentados. Yo defendía las bolsas y las maletas de la trinchera y Manuela no cejaba en su empeño de arrasar con ella. Finalmente, la batalla la perdió Chica.
Claro, le digo y, en vez de intentar arreglar las cosas, hablarlas, ajeno por completo a sus sentimientos, dejo de prestarle atención y vuelvo a concentrarme en el poema en el que estaba trabajando.
David González