Revista Cultura y Ocio

David Lynch, Dios y un servidor

Por Calvodemora

De antes tengo más conocido que de después, no se tiene propiedad de lo que aguarda y acecha, tampoco debiera preocupar esa certeza, no va a ningún lugar de provecho, ni se pueden hacer planes, los desbarata el azar o los corrompe o los cancela. De ahora se apropia uno de cosas sutilísimas, de lo tangible, sin esmero, sin que el adiestramiento oficie su trabajada liturgia, sin que la experiencia (a veces) influya u oriente. No somos nada, nada fiable, en todo caso. Vamos a lo que viene, nos resignamos a ese zarandeo ajeno, nunca propio, jamás propio, por mucho que uno crea que lo administra o que es suyo o que posee acta de su presencia. Está el antes, el ahora, el luego. De tener que escoger uno al que afiliarme, con el que sentirme conciliado con el mundo y conmigo mismo, elegiría el tiempo que no ha llegado aún, el previsto, en el que se puede depositar la confianza, la fe, a decir del creyente. Tengo fe en lo invisible, en lo por venir, en la sustancia arcana, como decía el filósofo, en la trama oscura que hae que el mundo gire y las piezas, en su locura, acaben por acoplarse. Cuesta en ocasiones entender el mecanismo por el que se acoplan. Lo pienso y lo razono y no encuentro razones, tampoco motivos. El mundo es una cosa extraña, un jardín con una oreja cortada, como en Blue Velvet, la pieza maestra (una más, ahora tengo ganas de ver de nuevo Inland Empire y después Mulholland Drive y Twin Peaks III en la misma tacada. David Lynch es un demiurgo, yo soy un demiurgo, Dios es un demiurgo. Ahí vamos los tres, trajinando las preguntas esenciales, despejando las incógnitas de una ecuación compleja. No hay que excederse mucho en estas cavilaciones, vienen a su antojadizo capricho, acuden sin que se las nombe, está uno tomando una caña con unos amigos (hace un par de horas, muy feliz y muy bien agasajado) cuando de pronto la cabeza empieza a ir a sus anchas e idea argumentos que parecen incumbirnos poco o nada, pero están ahí, están llamando con fuerza, piden quedarse, reclaman su lugar y lo hacen con fiereza. Luego uno llega a casa y escribe. Más que nada por aliviarse, más que nada por el consuelo de la evacuación. Escribir es una evacuación magnífica. 

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