Revista Cine
Con la llegada del cine sonoro, la productora Universal miró hacia los monstruos de la literatura clásica para hacerse con el monopolio del grito en la pantalla, del pánico en las salas, y convertir el terror en su seña de identidad. Así, al jorobado de Paris, el fantasma de la ópera y otras caracterizaciones de Lon Chaney en la era silente, vinieron a sumársele el Drácula de Browning, la obra del doctor Frankenstein según James Whale, el solitario hombre invisible o la momia que despierta, maldición enterrada durante siglos, con el rostro de Boris Karloff.
La tragedia que origina el descubrimiento del sarcófago de Imhotep (Boris Karloff), alto sacerdote de al-Karnak, por la expedición dirigida por Sir Joseph Whemple (Arthur Byron) en 1921 en Al-Qâhira, es el arranque de The mummy (La momia, 1932). Once años después del sacrilegio, otros científicos del museo británico, entre los que se encuentra Frank Whemple (David Manners), hijo del reputado egiptólogo que dirigió aquella imprudente campaña, reciben la visita de Ardeth Bay (Karloff de nuevo), quien les indica el lugar donde se encuentra la puerta sellada hace 3700 años que les conducirá a la tumba con la momia y las joyas de la princesa Anck-es-en-Amon. Pero como en toda historia romántica, como en esencia es esta, el amor, cuando no se consuma, atraviesa cuerpos y siglos para alcanzar el éxtasis perseguido, y la belleza de la delicada Helen Grosvenor (Zita Johann) bien podría ser la de un antiguo y desgraciado amor de algún poderoso condenado.
Fotografiada por el bohemio Karl Freund, que se había ejercitado como cameraman de Murnau y Lang, dos pioneros del cine expresionista, la historia que aquí filmó es más la de un amor que se resiste a no ser consumado que la del rastro de unas vendas que caminan hacia la noche, la denuncia de la violación por parte de los occidentales de las reglas más antiguas y desconocidas que la fantasías de un pasado revelado por las aguas inquietas. The mummy sigue asustando, cometido principal de este tipo de cine, hoy en día gracias a los claroscuros que dividen el rostro del esquivo egipcio, a sus miradas hipnóticas, al despertar de repente y la putrefacción acelerada de Boris Karloff, que ya había sido la creación de Frankenstein, y que se encontró envuelto en gasas ante el rechazo al papel de su amigo Bela Lugosi, que ya había sido el conde Drácula, y es por tanto, sí, Karloff y su rostro, pero también Freund.
Universal siguió con el cine de engendros antropomorfos, como el hombre lobo, el cuarto de los monstruos en discordia, aunque en este caso con menos fortuna. De todos ellos dio buena cuenta la Hammer décadas después. Pero en el principio, antes de la hemoglobina y la estridencia de las bandas sonoras, en el origen de los sueños inquietos, estaba la Universal y títulos como The mummy.
The mummy (La momia, 1932)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de K. Freund.