Revista Libros
No atravesaba un buen momento anímico François Truffaut cuando volvió a confiar en un texto de Roché, como hiciera en la aplaudida Jules et Jim (Jules y Jim, 1962), y en su álter ego, Jean-Pierre Léaud, a quien siempre costaría verlo fuera del traje de Antoine Doinel, y puso en marcha el rodaje de Les deux anglaises et le continent (Las dos inglesas y el amor, 1971), estado depresivo que inundó de elegancia y romanticismo una cinta que él mismo no dudaba en considerar su obra maestra, y que, pese a no ser bien recibida en su momento, logró en su reestreno de 1985, un año después de la prematura muerte del maestro, un reconocimiento que no ha hecho sino crecer.
Como en Jules et Jim en Les deux anglaises... hay un triángulo amoroso, si bien ahora los lados semejantes son los de una pareja de virginales hermanas británicas, Ann y Muriel Brown (Kika Markham y Stacey Tendeter, respectivamente), objeto ambas, de diferente forma y en distintas etapas, de la pasión de Claude Roc (Jean-Pierre Léaud), el joven que pasa una temporada de reposo en casa de una amiga inglesa de su madre, Mrs. Brown (Sylvia Marriot), quien avivará la provocación de Ann: la relación entre el invitado y la pequeña Muriel, siempre delicada de la vista, de su mirada... ¿pecaminosa? Ante la oposición al matrimonio por parte de la viuda Roc (Mariel Mansart), acuerdan en concederles un periodo de reflexión de un año, sin visitas ni cartas posibles, durante el cual habrán de descubrir cuánto amor de verdad hay en su fraternal relación. En medio del plazo previsto, Claude se labrará en Paris una reputación de fogoso amante y experto en arte, si bien su deseo siempre ha sido el de escribir, y da por finalizado el noviazgo. Sin impedimentos familiares de ningún tipo, Ann se vuelca en la escultura y alquila un estudio en la capital francesa, y da comienzo a un romance con Claude que no llevará a ninguna parte. Trágicamente liberada Muriel de la sombra de su hermana, cumplirá su sueño más terrenal, y pasados los años y terminada la Gran Guerra la vejez sorprenderá a Claude paseando entre estatuas de Rodin. Un final similar en tormento, desazón e ignorancia al de la novela La edad de la inocencia, de Edith Wharton, cuando Newland Archer elude la visita a Madame Olenska y camina de regreso a las penumbras conocidas.
Resumiendo en la atracción que experimentan un par de jóvenes muchachas insulares y victorianas hacia el liberalismo francés, le continent que encarna Claude, en el nuevo concepto de la sexualidad que llegaba de la mano del siglo XX (las caricias y la entrega no como algo sucio o con única validez como acto de procreación, sino como complemento y disfrute de la belleza y la vida), Truffaut entrega una obra rohmeriana, en el sentido que la adaptación a imágenes de las cartas y diarios conllevan largos soliloquios, que en manos de otro hubiese rozado el gótico (esa mancha roja del velo desgarrado que llena la pantalla, símbolo del amor que hemos visto crecer, en sus manos es más Hichtcock que Corman -conviene advertir que no es casualidad que el protagonista lea un texto de Poe, que las últimas palabras de Emily Brontë sean suspiradas por Ann-), el paisajismo al estilo Lean o Ivory (la costa británica galesa, la cabaña suiza, los jardines parisinos, fotografiados espléndidamente con paleta suave por Néstor Almendros -maravilloso el travelling de la estampa bucólica a orillas del lago- y acompañados de la efectiva, delicada, trágica, partitura de Georges Deleure -entrevisto con brevedad entre el elenco del film- están al servicio de los diálogos, que cuando no nacen de la boca de unos protagonistas que esconden sus sentimientos lo hacen de una voz en off -la del propio director en la versión original- que anticipa, acompaña y precipita la acción), pero que es sus hábiles manos termina por convertirse en una pintura impresionista que recompensa al paciente.
Les deux anglaises... fue el canto desesperado de un hombre enamorado del eterno femenino, destrozado por él. Un Truffaut íntimo y reposado, de época, en efecto, pero no por ello menos moderno que cuando retrataba su tiempo, y que aquí se pregunta si el amor verdadero es el físico, si acaso los hombres enamoran a las mujeres para luego abandonarlas, si la vida está hecha de trozos que no se pueden juntar. Si la única verdad es la que encierran las piedras (como El beso que da paso a los crésditos finales).
Les deus anglaises et le continent
(Las dos inglesas y el amor, 1971)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detallan 5 títulos de F. Truffaut: Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes, 1959); Tirez sur le pianiste (Tirad sobre el pianista, 1960); Jules et Jim (Jules y Jim, 1962)*; La nuit américaine (La noche americana, 1973) y Le dernier métro (El último metro, 1980).
* En el libro no aparece el título en castellano.