Revista Cine
La primera vez que Lars von Trier se fijó en Grace Mulligan, ésta tenía la figura de Nicole Kidman: piel de alabastro, talle espigado, ojos azules, nariz respingada, cabellos cortos y rubios y lánguidos ademanes. Lo hizo en una pequeña localidad de las montañas de Colorado, y fueron los asistentes al festival de Cannes de 2003 los descubridores del hallazgo. Von Trier, que con su anterior producción para el cine, Dancer in the dark (Bailar en la oscuridad, 2000), había recibido, al fin, la Palma de Oro -llevaba años recogiendo premios menores en el certamen, y alzó el máximo galardón con una decepcionante cinta que no merecería ser rescatada del fuego de los tiempos-, narraba en nueve capítulos y un prólogo la triste historia de Dogville, lugar de buenas y bondadosas personas, gente orgullosa de su pueblo a pesar del lamentable estado de los edificios. La mirada a ese remoto rincón, en tiempos de Cadillacs y gansters, de hambre y desconfianza, la enmarcó con simpleza: Dogville (2003).
En ella, una hermosa y frágil fugitiva, Grace (Nicole Kidman), llega a Dogville precedida por unos disparos en el valle. Tom Edison (Paul Bettany), aprendiz de escritor, la esconde en la vieja mina de plata abandonada hasta convencer a los vecinos de la buena voluntad de la mujer. Confundida, vulnerable, generosa, Grace aprenderá a dejar de ser arrogante, colaborará en las tareas domésticas de los lugareños y se ganará sus simpatías, siendo correspondida con la amistad. Convertida por la policía en una asaltadora de bancos y por la lujuria de los hombres en mercancía sexual, siendo Chuck (Stellan Skarsgård), trabajador padre de familia numerosa, el primero en demostrarle la cara oculta del deseo, Grace descenderá sin freno la curva de su particular campana de Gauss. Herida y engañada le sobresaltará el pasado y justificará la irresponsabilidad de los actos y conductas de los implicados en la permanente humillación, hasta que la luz de la luna la libre de toda compasión y entenebrezca sus palabras. Hacer del mundo un lugar mejor será el deseo final de Grace, que despertará de la pesadilla sin rastro de inocencia.
Ambientada en un escenario despojado de paredes y arquitectura superflua, y donde las líneas de tiza delimitan y nombran las calles, las propiedades y hasta los contornos de los arbustos y de Moses, el hambriento perro, de ionesca composición teatral, lacerante y gótica como una novela de Hawthorne -el castigo en forma de objeto que portar, la amoralidad de quien juzga-, con una iluminación sencilla pero espectacular y una desbordante imaginación (el violento episodio que la cámara nos descubre atravesando la lona de la camioneta cargada de manzanas, de sobrecogedora belleza, o el trabajo digital de los cenitales generales del minimalista enclave) el último enfant terrible del cine europeo denunciaba la hipocresía de la forja del imperio norteamericano: no es casualidad que los créditos finales (en los que junto a los mencionados protagonistas aparecen Lauren Bacall, Ben Gazzara, James Caan, Patricia Clarkson, Philip Baker Hall, Chloë Sevigny y John Hurt -el narrador omnisciente; ¿Tom Edison años después?-) vayan impresos sobre fotografías de Jacob Holdt y acompañados del Young americans de David Bowie, muestra del irónico talento del director.
La segunda vez que Lars von Trier se encontró con Grace Margaret Mulligan, tenía el trazo corporal de Bryce Dallas Howard, ante la rotunda negativa de Nicole a vestir el mismo traje, tanta como en su día la insistencia para ponerse a las órdenes del director danés. Similares planteamiento, plasticidad y argumento, con robo incluido -el dólar como agente corruptor de las buenas gentes- y otra gran labor actoral para la parte central de una provocativa trilogía que llamaba USA-Land of opportunities (Estados Unidos: Tierra de oportunidades).
Cuando la primera década del siglo XXI había terminado, ni siquiera el director sabía si se celebraría la tercera cita con la ambiciosa e insegura Grace, y en que físico se le presentaría. En los dos capítulos que había rodado en un hangar abandonado el esfuerzo había resultado satisfactorio y extenuante. El primero de ellos pleno de hallazgos narrativos, visuales, técnicos, de casting. El segundo con la desgracia de la sombra de Nicole Kidman, que supo, en cuanto se encerró a llorar desconsoladamente en el baño del cine que proyectó el estreno, que había alcanzado cotas de dolor e interpretación difíciles de superar.
Dogville (2003)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detallan 4 títulos de L. Von Trier: Riget (El reino, 1994)*; Breaking the waves(Rompiendo las olas, 1996); Idioterne (Los idiotas, 1998) y Dancer in the dark (Bailar en la oscuridad, 2000).
* Codirección de M. Arnfred