
Rosaura a las diez es un puzzle de engaños y falsedades, un juego caleidoscópico de identidad suplantada, también el sueño, o la realidad, o ambos actos existenciales juntos y enredados, del deseo de escapar de la soledad, de la burla de quienes te rodean, del gris, y convertirte en el centro de atención de las vidas de quienes te frecuentan. Con la llegada de Camilo Canegato, retratista y restaurador de cuadros, a la pensión La Madrileña, que regenta Doña Milagros Ramoneda (M.ª Luisa Robledo), viuda de Perales y madre de tres hijas pequeñas, se abre un cuadro costumbrista en el que se nos presenta al resto de inquilinos, en especial al universitario David Reguél (Alberto Dalvés), al orondo y parlanchín Coretti (Héctor Calcaño) y a la señorita Eufrasia Morales (Amalia Bernabé), maestra jubilada y solterona. Pasados los años, envejeciendo juntos como una gran familia, salto que se revela sobre todo en el cuerpo de Matilde (M.ª Concepción César), la mayor de las huérfanas, y que todavía no sabe expresar con palabras la atracción que no le conviene, Camilo Canegato comienza a recibir una serie de misteriosas cartas, perfumadas y con clara caligrafía femenina, que acabarán por delatar su amor por Rosaura, una mujer de familia respetable cuya hermosura ha tenido al alcance de sus pinceles. Cuando unos piensan que todo es una patraña, una imposibilidad, tan delgado y mayor él, tan joven y agraciada la mujer del cuadro, y otros critican y envidian el arrojo del pusilánime, suena el timbre de la casa de invitados, y el pensamiento se hace presente: muda y tímida, Rosaura (Susana Campos), como tantas veces en el cine, escapa del lienzo -al igual que las turbadoras Alice y Kitty de Joan Bennett para Lang o la deseada Laura de Gene Tierney para Preminger- y se manifiesta entre los vivos. Y entonces, cumplido el relato de la patrona, se nos darán distintas versiones de los hechos, de los pretéritos y de los muy trágicos ulteriores, en un juego rashomoniano, que no quieres creer. Porque, por muy cruel que parezca el Destino, cuando la palabra fin aparezca en la pantalla, Rosaura volverá a llamar a la puerta de la pensión del bonaerense barrio del Once, y será ella, no Marta Correga o María Correa, será ella, Rosaura, la que volverá a hacernos creer que la vida de Camilo Canegato era miserable y monótona hasta el día que la contempló y la dibujó -nos la dibujó- eterna. Ideales que se hacen verdad y mentira, en escenarios casi góticos (la hacienda donde vive Rosaura con su posesivo padre, papel que interpreta el propio Soffici), expresionistas en luz e intenciones y pirandellianos en personajes, a los que achacar un exceso escénico, la exageración en sus recitados, es no haber entendido el carácter ensoñador del cuento.
Mario Soffici creó de una gran novela un soberbio film, tan inmortal como no hay otro más antiguo entre los de la filmografía argentina, lo que equivale a decir entre prácticamente toda la producción sudamericana de habla hispana. Y creó un momento de inolvidable magia con la doble, triple, aparición de Rosaura -¿quién dijo que un personaje principal no podía aparecer en escena transcurrida la mitad de la obra?-: de frente, tímida, el cabello rubio queriendo escapar del pañuelo que lo ahoga, el bolso sujeto con fuerza bajo el brazo; de espaldas, encogida, el cabello rubio preso bajo un pañuelo remetido en el cuello de la gabardina, el paso indeciso hacia la salvación. Lo de menos es que después la mujer resulte ser verdad o engaño. El cine ya ha creado otra sombra, más real y marcada que la de muchos vivos, un claroscuro que caminará a nuestro lado y nos trasladará a la confusa frontera entre la materialidad y la fantasía.

En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de M. Soffici.