Revista Cine
Noche. Un grupo de hombres camina hacia un automóvil aparcado. Los sombreros, las gorras, los paraguas, apenas les protegen de la intensa lluvia. No hay más sonido que el del agua que cae sobre la música de Thomas Newman. La cámara ralentiza los movimientos. Cuando el jefe del grupo descubre cerrada la puerta del automóvil y la cabeza del conductor que cae sin peso sobre el volante, se ponen en tensión. Escudriñan la oscuridad y esperan. Desde el fondo del callejón vemos los destellos de una metralleta. Ahora llueven balas; sólo escuchamos la banda sonora. La tela de los paraguas es agujereada, igual que los largos abrigos. Todos caen, excepto el jefe, Paul Newman, no John Rooney como nos han hecho creer durante hora y media. Newman, de espaldas al tirador, sigue aferrado a la portezuela. El verdugo avanza. El superviviente se gira, lentamente, los dientes apretados. Entre el sonido del diluvio dice alegrarse del encuentro, de que sea él su ejecutor. Recibe una ráfaga. Eran más que padre e hijo. El sonido de las balas, el fuego del cañón del arma que no vemos, la mirada inclinada del justiciero; no necesitamos nada más para saber que hay un nuevo cadáver en el suelo mojado. Tras mostrarnos a los vecinos que han asistido impertérritos a través de las cortinas de sus casas al cruento espectáculo, el director, Sam Mendes, aleja al superviviente de la escena. Lo esconde en las tinieblas que lo trajeron. No entra en detalles de los muertos, no inserta planos de los rostros de las víctimas, de la estrella. Mendes sabe que se trata de Newman, uno de los grandes, pero que ya no es aquel joven al que se le puede romper la nariz o coser a tiros en un plano congelado sabiendo que al público no le importa, que volverá a ver escrito su nombre rotundo en otro cartel: Newman tiene 75 años, se está despidiendo del Cine. Además, es abatido por un actor que se llama Tom Hanks, el bueno de los clásicos modernos. Los espectadores no se lo hubiéramos perdonado: ni a Mendes ni a Hanks. Sublime. (La profecía -que Mendes jamás ha revelado- se cumple: los ojos azules de Hollywood se apagarían 6 años más tarde sin brillar en otro largometraje.)
La planificación de esa escena demuestra la perfección del film que la incluye: Road to Perdition (Camino a la perdición, 2002), segundo trabajo de Sam Mendes, quien, tras su exitoso paso por los teatros londinenses, consiguió ser elevado a los altares de la dirección con su primer film, American beauty (1999), critica mordaz de la clase media norteamericana que incluiría en sus carteles promocionales 5 estatuillas del tío Óscar. Ante un debut tan sonoro, algunos vieron poco más que un trabajo correcto y con vocación de clásico en Road to Perdition, aunque nadie en su sano juicio censuró el ojo privilegiado de Conrad L. Hall (fotografía en el color de la tierra apagada, el del humo de tabaco denso, que te transporta, ipso facto, a la Gran Depresión), el elenco, la dirección artística, la partitura. De tratarse de un film primerizo hubiesen bautizado a Mendes como el nuevo Midas, pero... Ello no es motivo para que muchos otros vieran su calidad imperecedera y la prefiriesen a American beauty. Alinearse a su lado, pasado el tiempo, es signo de criterio y buena vista. La escena arriba descrita, la interpretación de piano a cuatro manos en el funeral o el plano en la casa de la playa, que une al hombre que mira por una ventana con el hijo que corretea con un perro por la arena y el mercenario sentado en la penumbra, son ejemplo de cómo reinterpretar algo mil veces visto. Y eso sin entrar a analizar el argumento, otra matrícula de honor.
En Road to Perdition, Michael (Tyler Hoechlin), es un muchacho despierto que le intriga el secretismo alrededor de la profesión de su padre, el idealizado Michael Sullivan (Tom Hanks). Inquieto, se esconde una noche en el asiento trasero del coche familiar, y descubre la tragedia: es el asesino implacable de una organización mafiosa. Aunque parece que no habrá represalias, son asesinados la madre (Jennifer Jason Leigh) y el hermano Peter (Liam Aitken) por el torpe Connor Rooney (Daniel Craig), y padre e hijo han de emprender una huida sin retorno. Serán seis semanas del invierno de 1931, en el Chicago de Capone, robando bancos, regando piedras y moquetas con sangre, sabiendo que a pesar del respeto y aprecio del viejo John Connor (Paul Newman), mayores que a su primogénito Connor, no hay más solución que la que marque el fuego del plomo. Desenlace al que es invitado un curioso y metódico asesino a sueldo: Harlen Maguire (Jude Law). Aunque no todo lo atrapa la corrupción: hay gente que hace el bien sin pedir nada a cambio, que te abre su casa, y su corazón, sin hacer preguntas comprometedoras.
Se suele recordar que Road to perdition es la adaptación de David Self de una novela gráfica escrita por Max Allan Collins e ilustrada por Richard Piers Rayner, a su vez basada en las andanzas del samurai Lone Wolf de Kazuo Koik. Pero no es del todo cierto, sólo es la base de la película. Si bien en la primera década de tercer milenio el séptimo arte se apoyo en el noveno con resultados unas veces sobresalientes (Ghost world, American splendor), satisfactorios sin más (V de vendetta, Watchmen, 30 días de noche, Hellblazer, Desde el infierno) o totalmente olvidables (La liga de los hombres extraordinarios, The Spirit, Hellboy, Blade); algunos sin perder su identidad gráfica (Persépolis, 300, Sin City); resucitando a los superhéroes más increíbles, para gozo de las taquillas (Superman, Batman -sobresaliente en manos de Nolan-, la familia Marvel -salvable el Hulk de Ang Lee y poco más-); otras creando obras tan propias que olvidan su ADN (el manga Oldboy, Una historia violenta -una obra maestra en manos de Cronenberg-), aquí el cómic no es más que el trazo a seguir, no un mero trasvase. La voz que nos habla a través del papel tintado es la de un adulto de dedicación sorprendente, que después de Perdition (¡es un topónimo, no un sustantivo de ruina y daño!) cerró el círculo con dos nuevos libros de recuerdos: Camino al purgatorio y Camino al paraíso. Ambos trabajos, la trilogía gráfica y el film de Mendes, son magistrales. Pero es en la pantalla donde la contención te arrastra a las turbulentas aguas del perdón y el pecado, a los remolinos de la ética que nos atrapan, tarde o temprano, y en los que todos perecemos exhaustos.
Road to Perdition (Camino a la perdición, 2002)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) 1 título de S. Mendes: American beauty (1999).