Revista Cine
Se tiende a considerar que Jacques Beckerrodó dos obras maestras: Casque d'or (París, bajos fondos, 1952) y Le trou (La evasión, 1959). Cierto que ambas lo son, pero hay que sumar Touchez pas au grisbi (No toquéis la pasta, 1953) para ser justos con la calidad artística de su producción y no pecar de escaso rigor.
Si tenemos en cuenta que a la película que mezcla el masculino mundo de la delincuencia con ambiciosas féminas se la conoce universalmente como film noir, no es de extrañar que, aparte de los norteamericanos, promotores de la peligrosa relación, sean los inventores del término quienes hayan legado mayor número de obras imprescindibles. Touchez pas au grisbi se inscribe en esa categoría, y quizá en lo más alto de la misma, sirviendo de inspiración a títulos tan reputados como Du rififi chez les hommes (Rififi, 1955), de Jules Dassin, o Bob le flambeur (1956), de Jean-Pierre Melville. Junto al mérito de la concepción tiene el de guardar una de las interpretaciones más contundentes del cine europeo: el Max de Jean Gabin, un gánster cincuentón que cuando saca la mano a pasear es para rozar lo prohibido o abofetear el rostro de una mujer taimada o de un desgraciado entrometido -violencia inesperada y de un gran impacto sonoro y visual-, y que convierte una tostada con foie y una copa de vino blanco en una improvisada y reveladora cena -los personajes poco avispados siempre se enteran del pasado inmediato al mismo tiempo que uno-; atípico acto cotidiano este del banquete que nos da una idea de la excepcionalidad del film, al igual que el tema central de la banda sonora, riff melancólico de armónica compuesto por Jean Wiener -se puede incluir sin estridencias el sonido del viento a través de las lengüetas en una atmósfera urbana de automóviles rápidos y peligrosas especulaciones- o las explosiones de las granadas de cinto -así, se sobreentiende el mercadeo ilegal de armas provenientes de los excedentes de la WWII- que acompañan a las ráfagas de metralletas.
Es Max (Gabin) un criminal que usa lentes para leer los números del disco del teléfono, al que las arrugas y la papada le indican que es hora de retirarse, a pesar de mantener viva su envidiable reputación de conquistador solícito. Riton (René Dary) es su amigo de tropelías, un tipo que no se percata del paso del tiempo y que anda enredado con Jojo (Jeanne Moreau), chica de cabaret adicta a la cocaína que sabe quiénes son los artífices del famoso golpe de más de 50 millones de francos en oro (96 kilogramos en 12 lingotes) todavía no resuelto. La traición, la lealtad, el amor y respeto entre ambos hombres, es el eje de una trama en la que el paciente Max demuestra ser todo un caballero, cerrando la puerta del dormitorio de la amante cuando se adentra en él, o entregando el seguro de su dorada jubilación cuando lo requieren las excepcionales circunstancias -¿todo o parte?: la última escena es ambigua al respecto-, un sujeto respetable y de temple, rápido de ideas y decisiones pero pausado en los movimientos -lentitud heredada por los personajes broncos y desconcertados de Takeshi Kitano-, anticipo de los Padrinos que habrían de venir. Plagada de secundarios excepcionales, de hombres de duras facciones, muchachos de cara guapa, mujeres de piernas largas e insinuantes escotes y encorvamientos (Paul Frankeur, encarnando a otro hombre tranquilo de impredecible despertar; Paul Oettly, en el tío perista del que nunca te puedes fiar; Lino Ventura; Marylin Bufferd; Dora Doll, vamp de ridículo número artístico en off...), con puesta en escena impecable (traza el mapa de un barrio o un edificio sin detenerse en absurdos detalles), en Touchez pas au grisbi, al igual que en Rancho notorious (Encubridora, 1952), de Lang, Albert Simonin, autor del texto, sitúa a una mujer en el centro del lugar reunión del grupo mafioso: aquí un pequeño restaurante prácticamente privado. Y si en aquel escondrijo, la propietaria, Altar Keane (Marlene Dietrich), cobraba su parte por callar y custodiar, en éste, Madame Bouche (Denise Clair), de peso mucho menor que la estrella berlinesa, y según se desprende de su última aparición, no hace menos.
Touchez pas au grisbi es un oscuro recorrido por el otoño de mediados del siglo XX de la capital francesa, una fábula de la camaradería entre el señor y el escudero, el retrato del vaquero que sabe que el oeste ya no es un lugar seguro y que sueña con retirarse a una granja tranquila acompañado de sus recuerdos y, tal vez, una mujer fiel, aparte del goce de contemplar al soberbio Jean Gabin, maestro de actores al que bastan un par de gestos, como hablar mientras mastica, vestir un pijama, jugar con un cubierto sobre el mantel o golpear con delicadeza la cabezota del compañero, para trasmitirnos toda la educación de los años más salvajes de un malhechor: que en el mundo del hampa la verdadera amistad vale su peso en oro; que para sobrevivir en él, las apariencias son tan importantes, o más, que las formas en sí. Touchez pas au grisbi es delicada hasta en los momentos más tensos.
Touchez pas au grisbi (No toquéis la pasta, 1953)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detalla 1 título de J. Becker: Le trou (La evasión, 1959).