Revista Cine
La legendaria huida de John Colter en 1809 de los indios piikáni (pies negros) por el estado de Wyoming, sirvió al actor Cornel Wilde de base para su quinto largometraje como director, The naked prey (La presa desnuda, 1966), a la larga el más trascendental de los nueve que rodó. Trasladando el set a los parques y reservas del sur de África, Wilde no solo ahorró en gastos e impuestos, sino que dotó a la obra de un marco exótico y aventurero que la hacía más subyugante, en ambas acepciones del vocablo.
En el África colonial de mediados del XIX, un hombre blanco y rico (Gert Van der Bergh), que parte de safari con la compañía de un guía (Cornel Wilde), un intérprete (Patrick Mynhardt) y un séquito de porteadores negros, cruza por tierras salvajes desoyendo los consejos que le invitan a ser generoso con sus habitantes. Puesto de manifiesto el espíritu deportivo del hombre que paga la expedición, pues lo mismo abate elefantes para despojarlos de sus preciados colmillos de marfil que por el mero placer de verlos derrumbarse con estrépito, una tribu, ofendida por la falta de cortesía de los cazadores, les cercan y reducen. Trasladados al poblado nativo, se ensañan con ellos y torturan hasta dar muerte al grupo: uno será cubierto de barro y cocido; otro verá separado el tronco de la cabeza; el más insultante de los prisioneros sufrirá la mordedura venenosa de una cobra enfurecida por un círculo de fuego; alguno llegará a ser ridiculizado y linchado por las mujeres. Sólo al hombre respetuoso le concederán el derecho y el honor a morir como un león: desnudo y sin calzado, le darán de ventaja la distancia que alcance una flecha lanzada por un arco, antes de que los guerreros mas bravos, bajo el mando de un líder (Ken Gampu) cruel e incansable, salgan en su persecución. Comenzará así una carrera extenuante y sin muchas esperanzas, una cacería donde hombres y bestias se confunden, la belleza del paisaje se disuelve en un espejismo lleno de trampas y la inocencia surge de entre la mayor de las angustias inimaginables. Una aventura imposible de olvidar.
Cornel Wilde demostró ser, a sus cincuenta años, un excelente atleta en The naked prey (hay que recordar que abandonó su notable carrera como esgrimista -renunció a participar en esa disciplina en los JJOO de Berlin (1936) a pesar de haberse clasificado- por dedicarse a la interpretación, y que fueron sus facultades gimnásticas las que le llevaron a destacar en Broadway, cuatro años después, como el Tybalt de la familia Capulet, en el Romeo y Julieta de Laurence Olivier), y un sobresaliente director, no por mostrarse políticamente incorrecto pero fiel a la fantasía, pues criticaba las tradiciones tribales al igual que la soberbia y supremacía del colono, amén de tratarse de una definición apenas valorada en la fecha del rodaje, sino por intercalar imágenes llenas de una brutalidad que te golpean y encogen cada vez que las contempla. Así ocurre cuando vemos al joven africano salir del vientre de un elefante descuartizado cargado con las vísceras y ponerlas sobre el fuego; en los primerísimos planos de anfibios, reptiles, insectos, que pelean y luchan a muerte, insertados en mitad de la pesadilla conradiana -National Geographic los podría incluir en algunas de sus producciones y nadie lo advertiría-; en las secuencias documentales en las que los depredadores salen de caza, la ley de la selva, o se la roban al protagonista, muestra de su total desprecio por la vida humana; en los momentos de risa y homenaje tras el asco (una espina arrancada a un arbusto -espina que luego se empapará de sangre asesina- sirve como mondadientes tras el festín que supone la carne cruda de un caracol gigante). Y es que The naked prey demuestra que, aparte de un excelente actor (fue un trapecista de renombre, el Gran Sebastian, en Cecil B. DeMille's The greatest show on earth (El mayor espectáculo del mundo, 1952), el reclamo de la celosa Ellen Berent/Gene Tierney en el oscuro melodrama Leave her to heaven (Que el cielo la juzgue, 1945), de Stahl), de haber contado con el apoyo de la industria de Hollywood se hablaría de un director mayor. Pero el cine, como los territorios inexplorados de Norteamérica o la sabana africana, tiene sus propias reglas. Basta con echar un vistazo a la parquedad de este film, donde se juntan actor principal, productor y director en un único nombre, se trabajó con un texto en el que los diálogos no ocupaban cuatro folios escritos a doble espacio (lo que no impidió que fuese nominado a los Oscar del año de su estreno en el apartado de mejor guión original) y la banda sonora, sobresaliente, era tocada e interpretada por desconocidos músicos africanos con instrumentos indígenas, para justificar la suposición.
En The naked prey, con un ritmo trepidante y un argumento simple, pero, no olvidemos, real: el efugio de un hombre que descubre sus límites durante el mismo, y que obtendrá por toda recompensa su vida si alcanza la meta, un castillo sin princesa, está el descubrimiento del fuego y del agua, hay ecos de las partidas de Tarzán y de los cánticos de los captores de King Kong, se narra una gesta propia de las epopeyas griegas o las fantasías árabes, se recuerda el horror de The most dangerous game (El malvado Zaroff, 1932), de Pichel y Schoedsack, y la fuga televisada del Dr. Richard Kimble, y suena un estruendo que se prolongaría hasta el Apocalypto (2006), de Gibson, pasando por Walkabout (1971), de Roeg, Ultimo mondo canibale (Mundo caníbal, 1977), de Deodato, Deliverance (Defensa, 1979), de Boorman y Mountains of the Moon (Las montañas de la Luna, 1990), de Rafelson, entre muchos otros títulos. También es The naked prey el grito de un continente empapado de la sangre de sus hijos -el esclavismo es tratado con crudeza aquí-, que clamaba justicia y libertad -lectura sociopolítica y actualización de la fecha de las imágenes-, y que aún quienes denuestan basándose en deslices anacrónicos, lingüísticos o naturalistas, no pueden sino revisar de vez en cuando y recomendar siempre.
The naked prey (La presa desnuda, 1966)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títu1os de C. Wilde.