Revista Cine
Pasada la medianoche del domingo 21 de junio de 1964, tres jóvenes activistas de los derechos civiles norteamericanos, Michael Schwerner y Andrew Goodman, judios neoyorquinos, y James Chaney, negro nacido en Meridian, Mississippi, desaparecieron cuando regresaban a esta ciudad. Habían estado inspeccionando las ruinas de una iglesia que había sido incendiada en el limítrofe condado de Neshoba. El 4 de agosto, la investigación llevada a cabo por el FBI, a instancias del presidente Lyndon B. Johnson, dio con los cadáveres: habían sido ocultados en un terraplén de una granja cercana abandonada. Los cuerpos presentaban señales de violencia y disparos. El posterior desarrollo judicial demostró que los poderes públicos del condado y el Ku Klux Klan estaban detrás de los asesinatos. El Freedom summer, el verano de la libertad, el tiempo en que se había registrar a los afroamericanos del estado de la magnolia para que pudiesen ejercer su derecho de voto, comenzaba manchado de sangre y odio. Veinticuatro años más tarde, Alan Parker estrenó su versión de los hechos: Mississippi burning (Arde Mississippi). Una patada a los genitales del imperio norteamericano.
Para no herir sensibilidades, Alan Parker situó la acción en el ficticio Jessup County. A él llegaban un grupo de hombres del FBI bajo el mando del inexperto y prudente agente Alan Ward (Willem Dafoe) y su compañero Rupert Anderson (Gene Hackman), con más años de servicio, más realista, por tanto, y un cínico y sarcástico que cuando escucha a su superior que hay cosas por las que vale la pena morir, replica que algunos de por allí creen que hay cosas por las que vale la pena matar. Poco a poco las sospechas se confirmarán: el alcalde, la oficina del sheriff, todos mienten y ocultan la verdad. Pero la imposibilidad de demostrar lo evidente, que los deseos del KKK son órdenes, viene acompañada de fuego, cruces, sogas, disturbios, palizas, linchamientos y reuniones de fantasmas sin capuchas. Cuando Ward descubra que la lata de gusanos sólo se puede abrir desde dentro, habrá llegado el momento de Anderson, que llevaba un tiempo ganándose el corazón de una amable peluquera y ama de casa, la frustrada Mrs. Pell (Frances McDormand), esposa de Clinton Pell (Brad Dourif), ayudante del sheriff.
Alan Parker rodó una soberbia recreación dramática de unos repugnantes hechos que preocuparon, y mucho, a una sociedad que estaba descubriendo que esta vez la guerra se libraba en su propia casa. Aunque reconocido como un brillante director de actores, que aquí supo sacar lo mejor de todos ellos, en especial de Frances McDormand, excepcional en cada uno de sus temblorosos gestos, y de unos secundarios de lujo, entre los que destacan Ronald Lee Ermey (el alcalde Tilman), Michael Rooker (el fascista de la voz rota), Pruitt Taylor Vincent (el asustadizo miembro del Klan) y Stephen Tobolowsky (Townley, la mayor de las cabezas puntiagudas), y pese a la notable producción artística y de vestuario (de creer a Tobolowsky muchos de los extras que aparecieron en la escena del mitín de su personaje eran miembros reales del KKK, y no hay razón para no hacerlo, sabe de lo que habla: él mismo proviene de una familia reconocida por su lucha por la igualdad de derechos), fue en la planificación de las escenas donde logró un mayor acierto e impacto en el público, haciendo inolvidables el paseo de los bien trajeados agentes del FBI por la ciénaga, el agua a la cintura; las irrupciones de Anderson en el club social y la barbería, en especial la que termina con el cuerpo de Clinton Pell girando en un sillón; la bofetada a Ward y la posterior pelea que termina cuando éste desenfunda su arma; el establo ardiendo con el cuerpo de su propietario colgado de un árbol próximo; los encapuchados esperando la salida de los feligreses de misa; la confesión inculpatoria arrancada por un negro que blande una cuchilla de afeitar a un blanco secuestrado, tortura que Tarantino seguro que ha visionado más de una vez, cuadros y diálogos en los que la rabia asfixia lentamente, en los que nada se descuida, como la ausencia de nombre propio en el personaje femenino principal, una humillación ejecutada en nombre de la tradición y la familia. En efecto, en Mississippi los relojes se atrasan un siglo.
Pese al éxito del film, con la crítica anunciando que Parker se había olvidado de la taquilla, de los desenlaces con susto en el último rollo, de los divertimentos musicales, y había regresado a la fructífera senda del cine de denuncia, de su Midnight express (El expreso de medianoche, 1978), o quizá por ello, el director pensó que no había dicho todo sobre la segregación racial y se enfrascó en una de WASP enamorado de asiática justo cuando el bombardeo de Pearl Harbor: Come see the paradise (Bienvenido al paraíso, 1990). Cometió la torpeza de hablar de la xenofobia con el amor de por medio, sentimiento latente en Mississippi burning que quizá por no consumado ante los ojos del espectador se hizo más especial y creíble, de paso que le facilitaba la digestión del horror al que asistía. Y es que la historia del ama de casa que se entrega al desconocido había sido vista una y mil veces, y lo sería después, acordémonos del fotógrafo de Clint Eastwood, pero, cuando se trata de hablar de temas tan espinosos como el racismo, conviene dejar en un muy discreto segundo plano.
Mississippi burning (Arde Mississippi, 1988)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de A. Parker.