Revista Cine
Cada vez que el cine ha retratado la existencia terrenal de un compositor o intérprete musical, ficticio o real, lo ha hecho penetrando en el mundo interior del protagonista, por lo general tortuoso y oscuro. Así, la asociación de talento y tesón suele ir entrelazada con ataques de cólera, pánico, locura o pura y simple necedad. Muchas veces, por tanto, la música ha sido el mero contrapunto al caos de una vida. Y muchas veces chirría en la pantalla el exceso de altibajos de la partitura vivida. En todo caso, una vez al menos, ese mundo de notas, genialidad y ensayos encontró la velocidad apropiada, el tempo que requería. Fue gracias al buen olfato de lector de Claude Sautet y a una pareja de intérpretes que coincidían por tercera vez en la pantalla y que gozaban de una satisfactoria unión sentimental en la vida real: la bella de cuerpo y alma Emmanuelle Béart y el muy solvente, y envidiado, Daniel Auteil. Y aunque el film en cuestión, Un coeur en hiver (Un corazón en invierno, 1992), no fuese ni mucho menos una biopic al uso, sino un pasaje con violinista de fondo, el resto de la trama, conveniencias sociales y eutanasia incluidas, quedaba relegado a un segundo plano, ante la fuerza de sugestión y seducción de la música que nacía de la actriz de Saint-Tropez.
Un coeur en hiver es un empeño de pasiones y frustraciones que tanto puede emparentarse con el romanticismo de Lérmontov, de donde nace el principal actor de la trama, como con las peligrosas epístolas de De Lacros o el breve matrimonio de la condesa de Torlato-Favrini, la desdichada bailaora que quedo esculpida en mármol, descalza y con el cuerpo de Ava Gardner. Es el riesgo de una distracción en la que Stéphane (D. Auteil) se presenta como un lutier especializado en violines que trabaja, y duerme, en el taller de su amigo, y casi socio, Maxime (André Dussollier), mujeriego empedernido que encuentra en la joven Camille Kessler (E. Béart), músico de prometedor futuro, a la amante definitiva. Stéphane, que lleva una vida rutinaria, reservada y más bien cómoda, lo que hace que su relación con la librera Hélène (Élizabeth Bourgine) no vaya a más, se ve inmerso de repente, sin ser consciente del todo y de las consecuencias, en un juego de seducción con la frágil Camille como objeto del deseo. La falta de sentimientos, o la vulnerabilidad de un gran daño sufrido en la infancia, le lleva a no dar el paso para cruzar el puente del amor sexual, aunque no le impedirá atravesar el del amor fraternal, el que le lleva al viejo profesor (Jean-Claude Bouillaud), su mentor, tal vez el único que de verdad le entiende, y a quien habrá de ayudar a cumplir una onerosa voluntad.
Desdoblamientos de personalidades, o personajes complementarios, al margen -Maxime y Stéphane, ángeles del mismo dios que consuela y quita la vida, por el lado varonil; la cándida Camille con la mujer que cuida de su carrera, Régine (Briggitte Catillon), su amiga... ¿frustrada, celosa?, ¿en lo profesional, en lo sentimental?, por el femenino- Un coeur en hiver es un precioso cuento de afinidades e imposibilidades que Claude Sautet pudo rodar gracias a la serenidad y lucidez que conceden los años. Mirando de perfil las escenas de ensayo o grabación en el estudio, donde se puede admirar la tarea de aprendizaje que durante más de medio año ocupó a Emmanuelle Béart a fin de poder simular su pericia a la hora de interpretar a Ravel, apartando de la acción al invitado que se presenta de noche y descubre la incomodidad de la sorpresa, Sautet, nunca termina por mostrarnos si Stéphane es un soñador, un enamorado platónico, un cobarde que no se permite una victoria fuera de la pista de paddle, un alexitímico o un incapaz. Ambigüedad que tal vez no supiesen ni el mismo director, ni el artesano que perseveraba en el trabajo, el disfraz perfecto de la soledad.
Al estar narrado desde el punto de vista de Stéphane, indicación que se hace al comienzo de la película pero que se diluye según la trama avanza, no es difícil imaginar el esfuerzo que le costaría ensamblar cada una de los episodios de la historia, una tarea mucho mayor que la de ajustar las ochenta piezas de madera del instrumento que adoraba tensar. Sobre todo el capítulo del enajenado arrebato pasional que sufre Camille, el impulso, humillante y público, de sopesar los atributos de un hombre que ya nunca lo será para ella, prueba física que lleva a cabo con la cara falseada tras las pinturas y el fin de poder entender el origen del desprecio que sufre su cuerpo, su inteligencia, su entrega. Aunque el usted hubiese dado paso al tuteo durante un breve periodo, la herida fue profunda, pues el amor no consumado, el discreto, suele derivar en eterno recordatorio.
Sutil, elegante, impecable, sublime, Un coeur en hiver demostraba el gran momento del cine francés, el más importante de las filmotecas europeas de aquellos días, y la ascensión definitiva de Emmanuelle a los altares cinéfilos. También, heladora y agridulce. Como la despedida de Sautet del cine: Nelly et Monsieur Arnaud (Nelly y el Sr. Arnaud, 1995), otro título inolvidable, de nuevo con la misma actriz en el centro de una relación imposible de final similar: la heroína que se pierde, sigue perdida, entre la multitud.
Un coeur en hiver (Un corazón en invierno, 1992)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan título de C. Sautet.