Revista Cine
El 26 de mayo de 1828 apareció en una plaza de Nümberg un joven de aspecto desaliñado con una carta en la mano que indicaba su abandono y posterior ocultación por el rescatador, el propio firmante del peculiar relato, un campesino padre de familia numerosa. Una vez comprobado el retraso mental del salvaje, que apenas gruñía o sabía escribir su supuesto nombre, Kaspar Hauser, su privación de toda forma de relación social, por tanto de las más básicas emociones, ya que había permanecido en cautividad durante la mayor parte de su vida, se especuló, y mucho en su época, sobre si había permanecido oculto por ser hijo ilegítimo de Napoleón, perteneciente por la rama materna a la dinastía de Baden. No obstante antes de poder certificar la procedencia del aparecido, si la hipócrita burguesía había creado un monstruo de feria, que las marcas de las vacunas en los brazos y los recuerdos infantiles, de palacios y música clásica, de Kaspar se encargaban de alimentar, se encontró su cuerpo herido de muerte. Automutilación o asesinato, el caso es que la leyenda de Kaspar Hauser ha mantenido todo su atractivo hasta nuestros días y sirvió a Werner Herzog de coartada para cincelar otra obra maestra en una carrera sin parangón en el llamado Nuevo Cine Alemán.
Jeder für sich und Gott gegen alle (El enigma de Gaspar Hauser, 1974), título que literalmente se podría traducir como “Cada uno por sí mismo y Dios contra todos”, y que le fue revelado al autor por un personaje de la comedía Mancunaíma (1969), de Joaquín Pedro de Andrade, refiere la crónica, como suele ser habitual en el germano cuando se alejaba de su querido Klaus Kinski, con intimismo, sin histrionismos ni artificios, con un carácter casi testimonial, aunque lleno de dudas y preguntas sin resolver, sin conclusiones definitiva. Se puede decir también que forma parte de la galería de personajes singulares, de carne y hueso en su mayoría, de trágico y abrupto final, envueltos en un paisaje lleno de señales indescifrables y que parece conspirar con su calma belleza, es los que es todo un especialista Herzog, y entre cuya nómina nos encontramos con el conquistador Lope de Aguirre, el forzudo Zishe Breitbart, el soldado Franz Woyczek, el emigrante Stroszek o el ecologista admirador de los grizzlies Timothy Treadwell, todos ellos inolvidables.
Y para lograr nuestra hipnosis durante la proyección, Herzog cuenta con el fondo de los campos bávaros y un actor llamado Bruno S., él mismo un niño abandonado por su madre prostituta a la edad de 3 años, asiduo de los sanatorios mentales durante décadas, con la capacidad auditiva mermada, un actor con el que el autor entabló una estrecha relación, siempre cubierta de la sombra del aprovechamiento mal remunerado incluso en lo afectivo, y que les llevaría a cooperar en la secuencia final más desasosegante del cine -Stroszek (1977), por supuesto-: una camioneta sin conductor encendida en llamas da vueltas en un estacionamiento al aire libre mientras un hombre se pasea en un telesilla con una escopeta cargada en sus manos y unos animales de granja bailan y tocan música frenéticos en una jaulas de crista, un inolvidable hombre que terminó sus días como acordeonista callejero.
A medio camino, vida real y film, del Victor de Truffaut en Le enfant sauvaqe (El pequeño salvaje, 1960) -otro caso de aparición de un inadaptado en las calles de una ciudad, hecho que aunque parezca imposible se ha producido en varias ocasiones en los últimos siglos y que suele plantearnos la duda del engaño, de la veracidad de vivir alejado, o secuestrado, durante años- o el lynchiano John Merrick de The elephant man (El hombre elefante, 1980) -Kaspar Hauser también fue exhibido en una barraca de feria y examinado en nombre de la ciencia-, Jeder für sich und Gott gegen alle es la demostración de la imposibilidad de vivir sin afectos, sin luz ni voces, y de como el hombre puede sobreponerse al mayor de los horrores. Prueba que aquí se produce en el representado y su actor representante, a quien nunca disociaremos por mucho que el tiempo empañe la fotografía.
Experimento antisocial, propio del zar que quiso saber qué lengua hablaba un recién nacido si no se le enseñaba ni escuchaba expresión alguna, o reclusión, violación, de fines inesperados, el caso es que la cordura encontró, ¿rescató?, a un hijo de la locura, viajero de los tiempos pretéritos, inmortalizado en la pantalla. Y es que si Stroszek se cierra con genialidad, aquí, si abrir con un misterioso viaje en barca con acompañamiento del aria de Tamino en La flauta mágica, de Mozart, y pasar a un campo de cereales que se mece bajo el Canon de Pachelbel, no es la mejor y única forma posible de comenzar la historia de un alma herida, es porque aún no hemos encontrado el cuerpo de Bruno Hauser atado a una argolla, aliviándose de las heridas.
Jeder für sich und Gott gegen alle
(El enigma de Gaspar Hauser, 1974)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detallan 4 títulos de W. Herzog: Aguirre, der Zorn Gottes (Aguirre, la cólera de Dios, 1972); Stroszek (1977)*; Nosferatu: Phantom der Nacht (Nosferatu, vampiro de la noche, 1979) y Fitzcarraldo (1982).
* En el libro aparece con el título en castellano de La balada de Bruno S.