Es posible que Harold Clayton Lloyd esté un peldaño por debajo de Charles Chaplin y Buster Keaton, de hecho se involucró menos que estos en la concepción y armadura de sus películas, que su puesto como el tercero de los más grandes cómicos del cine de la época muda sea el merecido. Pero no es menos cierto que la imagen de su figura suspendida de las saetas de un reloj gigante enclavado en lo alto de un edificio permanece en nuestras memorias más imborrable que ninguna de las fotografías fijas de los títulos de los otros dos, ganando sin discusión al Buster Keaton sentado en la biela de una locomotora de vapor en The General (El maquinista de La General, 1926) o al perseguido por una legión de casaderas enfebrecidas en Seven choices (Siete ocasiones, 1925), y al Charlot vagabundo sentado junto al pequeño en The kid (El chico, 1921) o al que tantas veces saltó cómicamente de espaldas al objetivo, momentos sublimes pero que pierden fuerza cuando se les obliga a la permanencia estática, al contrario que la de Lloyd.
La escena pertenece a Safety last! (El hombre mosca, 1923), Pathécomedy dirigida por Fred Newmeyer y Sam Taylor, en donde Harold Lloyd es el joven que emigra del pueblo a la gran ciudad con la intención de prosperar y poderle ofrecer a su amada (Mildred Davis), huérfana de padre, una vida sin penurias. Pero una vez allí, rodeado de rascacielos y endiablado tráfico, descubre que el trabajo es duro, como el suyo como dependiente en la sección de tejidos y retales de los grandes almacenes De Vore, que las prisas son muchas, y que la paga, si alcanza para caprichos, un colgante para la deseada, por ejemplo, no llega para pagar el alquiler. Ante la llegada repentina de la novia a lo que ella supone que es la sección que dirige el emigrante querido, el joven habrá de improvisar para deslumbrarla. Y ante el miedo a decepcionarla, cuando escucha a su jefe como daría una paga de 1000 $ a quien le ofreciese una buena idea para aumentar las ventas, ve la ocasión perfecta para cumplir sus sueños más contantes y sonantes: su compañero de apartamento, Limpy Bill (Bill Strother), es un hábil escalador de edificios y se le ocurre que podían congregar a una gran multitud para ver como asciende hasta la cubierta del establecimiento. Para ello crearán el clima adecuado, anunciando en la prensa el emocionante reto a la muerte que llevará a cabo un hombre misterioso. En efecto, tras una accidentada y peligrosa ascensión, el edificio es coronado, pero no del modo soñado: Bill corre perseguido por un policía del vecindario, culpa de un lío anterior cortesía de su compañero de penurias, por lo que el personaje de Lloyd será el arriesgado ejecutor y quien encuentre la recompensa de los labios soñados en la terraza superior. (Como curiosidad, destacar que la pareja de enamorados había contraído matrimonio el 10 de febrero de 1923 y la cinta fue estrenada el 1º de abril del mismo año, por lo que atravesaban su momento más dulce, y que fundaron una familia con tres hijos que si no fue modélica se debió, entre otras excentricidades, a la afición de él a fotografiar a Bettie Page, Marilyn Monroe y otras mujeres ligeras, o libres, de ropas: ciertamente, un vividor de gusto exquisito para el desnudo femenino.)
Lleno de momentos cómicos y maravillosos, entre los que sobresalen la multitudinaria venta en el día del aniversario de los almacenes, donde lo mismo se bate en duelo con una clienta que pierde la chaqueta por temor a ser desmembrado, y la temible ascensión del edificio, donde el peligro viene en forma de, y no por este orden de aparición, toldo, red de pesca, tablón de andamio, reprobación de anciana, paloma, perro, ratón, frágil asta de bandera, anemómetro, aleros, cuerdas, y, ¡glorioso!, la maquinaria del enorme reloj de pared del altísimo bloque de tiendas, Harold Lloyd tuvo la ocurrencia, que desarrollaron el productor Hal Roach y los guionistas Sam Taylor y Tim Whelan, al ver a subir hasta lo alto de un edificio en Los Angeles a Bill Strother, uno de los muchos hombres arañas que por entonces escalaban sin red huyendo de la miseria. Sabemos hoy que aquel magnifico acróbata fue doble del actor principal en las secuencias en que le vemos de lejos llevar a cabo su osado plan y que en los imposibles planos cortos en que el cuerpo del actor de las gafas de carey parece a punto de precipitarse al vacío -llevaba calzado de funámbulo, cierto, pero había perdido los dedos pulgar e índice derechos, y parte de la movilidad y fuerza de ese brazo, durante un accidente acaecido en un rodaje cuatro años atrás: ¡casi nada!-, en realidad le hubiese detenido la plataforma con colchones que quedaba fuera de plano y servía de base a los distintos decorados que generaban la ilusión óptica, una sensación tan real y peligrosa que en su día causó una enorme cantidad de desmayos -el balanceo final del trepador es más vertiginoso y extraordinario, aunque menos plástico, que el famoso instante destacado en el primer párrafo-, lo que llevo a algunos cines a contratar enfermeras de guardia, con lo que acrecentaron la fama de la cinta y el caché del actor, que para entonces llevaba rodados ya más de 150 títulos, muchos de ellos con su personaje de Lonesome Luke.
También vemos hoy que Safety last!, aparte de una proeza que ironiza al señalar que lo menos importante es la protección, es una parodia, una parábola, una metáfora, del ascenso laboral, de la velocidad de la vida en la ciudad, donde todo se mueve con el ritmo que marcan los relojes, las horas que se consumían con rapidez en aquellos tiempos de locura y desenfreno continuo que fueron los locos años 20. Desde el tramposo inicio, en que parece que no hay prisa para ahorcar a nuestro hombre, al momento en que vemos al dependiente llegar tan temprano al trabajo que bien podía ser el vigilante nocturno, se efectúa un cambio irrefrenable y lleno de carreras, de deseos cumplidos en el caso del espectador.
Sí, a Safety last! le faltan un par de minutos finales, apenas ver como se resolvía, a corto plazo, la vida del vendedor agobiado; si los dos amigos no tendrían que colgarse en sus abrigos de las perchas para simular su ausencia cada vez que la casera entrase a reclamarles el alquiler; si la cadena y el colgante lucirían a juego con un anillo de boda; si se celebraría un banquete en el restaurante de menús a 50 centavos para hombres de negocios, tal vez con el sacerdote mirando con complicidad a la viuda, si llegaría el aumento social soñado... Pero eran tiempos veloces, y esperaba el siguiente proyecto. Aunque gracias a la capacidad de Harold Lloyd para detener los relojes de los espectadores, también fueron divertidos. Y es que, como él solía decir: “La risa es el sonido más hermoso del mundo”
Safety last! (El hombre mosca, 1923)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de F. Newmeyer o S. Taylor.
LOS COMENTARIOS (1)
publicado el 01 agosto a las 06:27
Necesitaría comprar varios relojes con figuras destacadas. Hace tiempo compré en Av. Corrientes dos:uno de Chaplin y otro de Marilyn Monroe. Necesito varios más de la colección que ví esa noche en la calle. ¿Cómo y dónde voy?