Revista Cine
En la recta final del siglo XX, Juliette Binoche se convirtió en la actriz de moda del cine europeo. Lo consiguió gracias a su Tereza en la adaptación de la novela La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, que dirigió en 1988 Philip Kaufman; a la de despedida en tres colores de Kieślowski; a los encuentros sexuales con Jeremy Irons en Damage (Herida, 1992), de Louis Malle, y a los dos trabajos con Leos Carax: Mauvais sang (Mala sangre, 1986) y Les amants du Pont-Neuf (Los amantes del Pont-Neuf, 1991), ambos rodados durante el lustro en que director y musa estuvieron unidos sentimentalmente, y títulos todos ellos que la prepararían para el reconocimiento mundial, Oscar incluido, de The English patient (El paciente inglés, 1996), nadería con la firma de Antonhy Minghella.
Después de asistir al enamoramiento a toda pantalla de Carax -a través de su sosias Dennis Lavant- y Juliette Binoche en Mauvais sang, la pareja protagonista volvería a ser el hilo conductor del deseo visceral, puro y sangrante de los desharrapados de Les amants du Pont-Neuf. Con una Luje -así llamaba el cineasta a la actriz en la intimidad, y a ella le dedica el film, como puede leerse en los créditos; el director también juega con su alias: en realidad se llama Alex(andre) Oscar y se reinventa, a la vez que deja entrever su ambición: Le oscar a x, algo así como "El Oscar va para..."- interpretando a Michèle Stalens -Stalens es el apellido de la madre de Juliette y el que utiliza su hermana Marion, también vinculada al mundo del espectáculo y que aquí aparecerá brevemente-, pintora que sufre una enfermedad que poco a poco la deja ciega y que la empuja a vagar, anónima, derrotada, entre los sin techo de la capital francesa, que la casualidad cruza con Alex -sobran comentarios acerca de la elección del nombre principal- (Dennis Lavant), acróbata falto de esperanza, que vive en un Pont-Neuf en fase de remodelación -pese a lo que indica su nombre, se trata del puente parisino más antiguo, además del más largo de la ciudad- junto a otro vagabundo, Hans (Klaus-Michael Grüber), decrépito que arrastra la perdida de hija y esposa y carga con las llaves que en otro tiempo abrían la estabilidad y ahora nada más que sirven para esconder el pasadizo a las maquinaciones del alado Morfeo, un padre cruel para Alex -“El amor está en los dormitorios no entre corrientes de aire. No es tu clase de vida.”, le escupe al joven-, el director trenza una historia de marginalidad, amor, celos y otros sufrimientos. Comenzando con una mirada hiperrealista al albergue de Nanterre, refugio de alcohólicos, desgraciados, buscavidas, dementes, maltratadores y otros personajes desgastados; pasando por el festejo con fuegos artificiales del bicentenario de la República; el episodio delictivo, deudor de Bresson -quien ya situó las Noches blancas de Dostoievski en el mismo emplazamiento en Quatre nuits d'un rêveur (Cuatro noches de un soñador, 1971)- y tantos otros; las llamaradas que salen de la boca y las manos del insomne; la vela que alumbra el autorretrato de un Rembrandt cercano a la decadencia a cambio de un placer sucio y traicionero; la borrachera con vino barato y que empequeñece, y terminado con un viaje sobre las aguas del Seine que deja en ridículo el almibarado espectáculo de la pareja de enamorados en la proa del Titanic que tripuló James Cameron, Carax gastó tres años de esfuerzo, delirio, accidentes -el lazarillo Alex camina con el pie escayolado por una fractura real-, relación -el desgaste emocional hubo de ser importante- y una considerable cantidad de dinero del erario público, lo que le convirtió en la diana de los dardos de no pocos y le permitiría reconstruir, en un megaescenario a orillas de un lago cercano a Montpellier, una réplica del puente real cuando los permisos municipales se extinguieran sin llegar a concluir la historia -el puente de arco y balcones, real o falso, es el hogar, y la cinta es una de las muchas historias que vinculan el fugaz y volátil paseo terrenal de las personas a las piedras, las construcciones, la arquitectura-, un derroche que se hace Cine, pues no hay secuencia en la proyección que no encierre una sensibilidad superlativa.
Hay en Les amants du Pont-Neuf buena parte de los fantasmas y héroes de su director, de sus tics, cierto: desde el propio enclave, que ya había formado parte del mapa de Alex -siempre él, siempre Dennis Lavant- en Boy meets girl (Chico conoce chica, 1984); el homenaje al cine mudo, por gracia del rostro de la actriz; el circo y la magia; la danza, a ritmo de Bowie en Mauvais sang, aquí pasando de Iggy Pop a Strauss vía rap -posteriormente se cuela una canción de Bowie: Time will crawl, y se deja nota para el Tarantino que se avecina, igual que la pátina de desesperanza de la película sirve de partida para bastantes trabajos musicales posteriores: verbigracia, algunos del videorealizador Jonathan Glazer para UNKLE o Massive Attack-; y maravillosos detalles que hacen terrenal la fantasía: las lágrimas de Michèle -ahora una advertencia para la Julianne Moore de Vania on 42nd street (Vania en la calle 42, 1994)-, y viceversa: si el francés se hubiese acercado a los rostros estáticos y helados de los reencontrados sería un sueño bien distinto, pero tanto ahí, como en la posterior caída de los cuerpos al agua, a Carax le puede la piedad y les concede un destino, una nueva vida, convirtiéndose así en un dios incapaz de expulsar a Adán y Eva salvo a otro paraíso
Ambicioso, esteta, poeta visual, postmoderno, maldito, exhuberante, niño prodigio coronado rey antes de tiempo, todo ello, y otros vocablos, a veces muy poco complacientes, cierto, sirvieron para encasillar al inclasificable Leo Carax, nombre de culto a quien el aficionado al séptimo arte echa en falta y del que sólo puede lamentar que parece que dijese todo lo que tenía que decir en Les amants du Pont-Neuf, la deslumbrante fábula de unos mendigos en busca de la ternura.
Les amants du Pont-Neuf
(Los amantes del Pont-Neuf, 1991)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de L. Carax.