Revista Cine
Mezclando el expresionismo alemán, su arquitectura escarpada y distorsionada, con la estética depravada, acechante, y la trama de personajes ambulantes a los que se les esconde la verdad, del cine negro, con las distopías que ahogan y el cyberpunk (alta tecnología en una sociedad -¿futura?- decadente y desprovista de valores), el egipcio de ascendencia griega Alex Proyas entrega su tercer film, Dark city (1998), después de haber llamado la atención con The crown (El cuervo, 1994), tanto por los sucesos del rodaje (en el mismo falleció su actor principal: Brandon Lee, hijo del mítico propulsor de las artes marciales, Bruce Lee) como por la celebración de la misma por las masas juveniles, siempre adictas al romanticismo, aquí disfrazado de gótico y tenebrismo.
Se repite que Dark city, que en un principio se iba a llamar Dark world para con posterioridad ser Dark empire el nombre que aparecería en las claquetas -cualquiera de los desechados no hubiese desmerecido-, se reitera que, es la película que debió recoger los aplausos de The Matrix (Matrix, 1999), film de los Wachowski que podríamos llamar obra maestra si hubieran decidido cerrarla y no apostar por construirle dos secuelas con las que llenar sus arcas. Y es cierta la suposición, aunque también se ha de recordar que ambas fueron rodadas en fechas muy cercanas y en los mismos estudios australianos, elegidos por ser técnicamente avanzados y económicamente baratos, lo que origina no pocas fotografías que bien podrían pasarse de un film a otro sin que apenas nos percatásemos de ello. Así mismo, hay que reconocer que Dark city se apoya en mucho más que los efectos especiales o el sonido envolvente e implacable -aunque de factura correcta, no son sus mejores cartas-: detrás están Lang (los edificios de Metropolis (Metrópolis, 1927), con sus autopistas entre los tejados; los picados y contrapicados) y Murnau (la figura del conde Orlok de Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (Nosferatu el vampiro, 1922), que mezclada con los Cenobites de la saga Hellraiser son la clara inspiración estética de los decadentes Strangers); las pesadillas de Kafka y Philip K. Dick (Blade runner (1982), de Scott, mediante, de quien también encontramos el rastro de Black rain (Lluvia negra, 1989), obra a revisar); los ensayos nebulosos de Freud y Jung; la huérfana Momo, de Michael Ende; la tristeza urbana que plasmó en los lienzos Edward Hopper; el Brazil de Terry Gilliam; la New York que se transformó en Gotham; el reloj motriz de Lars von Trier en Europa (1991); la humedad infecta de La cité des enfants perdus (La ciudad de los niños perdidos, 1995), de Jeunet y Caro, y otras muchas referencias, entre las que destacan dos que, con ayuda del tiempo, son tres: el mundo de cámaras y números primos de Cube (1997), esa paranoia de Vincenzo Natali, y el set de rodaje de The Truman show (El show de Truman (Una vida en directo), 1998), de Peter Weir, y que preparó a su actor principal, Jim Carrey, para el proceso de borrado de los recuerdos de Eternal sunshine of the spotless mind (¡Olvídate de mí!, 2004), de Michael Gondry. Y se hace necesario resaltar que Dark city se apoya en ellos en sentido figurado: algunas obras de las mencionadas son contemporáneas ¡o claramente posteriores!
Pese a lo que pueda parecer en un principio, el guión de Dark city es bien sencillo de explicar: Un grupo de habitantes de otra galaxia, The Strangers, una raza vieja como el tiempo, curiosa y fría, que puede cambiar la realidad física solo con su voluntad, habilidad que ellos llaman sintonización, descubre a los habitantes de la Tierra y confinan a un grupo de ellos a una nave-mundo, una prisión en espiral, cambiante, que vaga entre las estrellas, con el fin de descubrir lo que los hace distintos, el alma humana, el secreto de la individualidad, pues ellos poseen una única mente colectiva y se encuentran a punto de extinguirse como especie de no evolucionar. Cuentan para lograr su objetivo con la ayuda del psiquiatra Daniel P. Schreber (Kiefer Sutherland), doctor que narra la historia -un Rieux con su propia plaga-, traidor a su especie, que acude a inyectarles recuerdos a las cobayas humanas cuando las campanadas anuncian la eterna medianoche. Pero en mitad de uno de esos experimentos, mientras se dota a los cuerpos de las nuevas personalidades que serán minuciosamente observadas, J. Murdoch (Rufus Sewell) despierta de repente. Confuso, aturdido, sin apenas recordar su infancia, a Emma, ¿o es Anna?, (Jenniffer Connelly), la esposa con voz y figura de Gilda, a las prostitutas que dice la prensa que ha asesinado -”un hombre impreso con los recuerdos de un asesino ¿seguirá acaso siéndolo...?”- , perseguido por un inspector de policía meticuloso, Frank Bumstead (William Hurt), amigo de un colega que parece no estar en su sano juicio, Walenski (Colin Friels), detective que llena las paredes de dibujos crípticos y que grita haber descubierto que “no hay salida”, Murdoch, ¿John?, emprende una huida, una carrera que le lleva a comprender que la fuerza que parece haber arrebatado a los impositores le convierten en un dios, un ser capaz de manipular el mundo, los recuerdos, las emociones, por tanto, pero un dios menor y muy triste.
Dark city, como se ve, es pura imaginación, magia, sueño, con bloques de viviendas que crecen a velocidad imposible ante nuestros ojos y un combate final en el que las mentes más poderosas someten el vuelo de un arma sedienta de vida. Es un entretenimiento que nos golpea sin piedad hasta llevarnos al doloroso punto en que nos replanteamos nuestra propia existencia, nuestra participación en un proyecto superior que apenas llegamos a imaginar. Y ello partiendo de un suceso reiterativo en la sci-fi: el último superviviente de nuestra raza toma conciencia de su singularidad y soledad y comienza a reinventar el mundo, a reconstruir la sociedad. Es una mirada al más allá, o al pasado, gracias al cine y a la coordinación de Alex Proyas, un autor en el que parece que el concepto prima por encima de la ejecución, sin que por ello desmerezcan los méritos de su obra más elevada, y vistos su siguientes pasos -la asimoviana I, robot (Yo, robot, 2004), el único, más o menos, en firme-, tal vez por la que pase a la historia.
Dark city es una leyenda en la que caben el determinismo, el solipsismo y hasta la Illuminatenorden, la organización simbolizada por el mochuelo de Minerva y fundada por Adam Weishaupt en 1776, profesor que algunos llegan a negar que caminase entre nosotros. Es un cúmulo de referencias y referentes, de aciertos en tono ocre, un film de sabor amargo, un mecanismo luminoso que, pretendiendo ordenar la confusión, crea una obra de culto que proyecta una muy alargada sombra.
Dark city (1998)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de A. Proyas.