Revista Cine
Aunque siempre será recordado como el más grande de los directores del cine musical, culpa de su debut en la pantalla con On the town (Un día en Nueva York, 1949) y títulos como Seven brides for seven brothers (Siete novias para siete hermanos, 1954), Funny face (Una cara con ángel, 1957) y la obra indiscutible del género, Singin' in the rain (Cantando bajo la lluvia, 1952) -algunos dirían que del cine, sin más-, lo cierto es que Stanley Donen también era un excelente director de la comedia desprovista del corsé del compás y la coreografía. Así lo demostró al menos en un par de ocasiones: Charade (Charada, 1963) y Two for the road (Dos en la carretera, 1967), ambas protagonizadas por la cosmopolita belga de familia bien que el tiempo convertiría en el icono preferido de los fashion victims, Audrey Hepburn, a quien Donen ya había escogido para dar vida a la empleada de librería que se convertía en una modelo de éxito en Funny face, y que en Two for the road contaría con la solvencia de Albert Finney como compañero de rodaje -el papel masculino fue rechazado por Newman y Caine, algo que, salvo por cuestiones de agenda, no se entiende: tal vez no se sintieran cercanos al giro del camp al pop de Donen o no entendieran el sarcasmo, casi wilderiano, del honesto guión firmado por Frederic Raphael, autor años después de Eyes wide shut (1999), vuelta de tuerca a la unión conyugal que dirigió el otro Stanley, Kubrick-, el único actor capaz de llamar bitch a la sofisticada Audrey sin pestañear, aunque en su descargo hay que añadir que por exigencias del guión, realista a pesar de todo lo edulcorado que pueda parecernos en un principio, y con un melifluo bastard como réplica de la dama (bruja y bobo, respectivamente, en el sonrojante doblaje al castellano), piropos lanzados justo antes del beso final en la frontera de su relación -¿existió un romance fuera de los platós?-.
En Two for the road, se nos cuenta el encuentro de un arquitecto desocupado y pícaro, Mark Wallace (Finney), con una pizpireta vocalista de un coro femenino bastante cursi, Joanna (Audrey), única superviviente a la varicela que ha postrado en cama al resto de compañeras, y su relación posterior, pero no con orden cronológico. Comienza la historia del indiferente y la seductora, británicos ambos, con un viaje por conveniencia una década después del punto de partida, y va llevándolos, llevándonos, del presente al pasado y de esté a un ayer más cercano o lejano, metiendo flashbacks dentro de flashbacks, haciendo que se crucen a lo largo del trayecto con otros que no son sino un reflejo de ellos mismos en otra época de su relación, ora encantadora, ora tortuosa, que viene a señalarnos que el éxito y el dinero no traen la felicidad, más bien lo contrario: la desgracia y el desafecto, el olvido de las promesas juveniles, de los idearios. Muestra de ese desencanto que traen los años son la escena en la que Mark, haciendo autostop sin mucha suerte, dice que cuando el tenga un automóvil siempre recogerá a los que hacen dedo, para a continuación verle conduciendo sin volverse siquiera a mirar quienes caminan por los arcenes de las carreteras, o la respuesta a la pregunta que escuchamos en varias ocasiones acerca de qué clase de personas son las que se sientan juntas en un restaurante y no se dirigen la palabra: los matrimonios.
Es Two for the road una road movie atípica, donde se huye del veloz y cruel destino, como procede, pero en la que el romanticismo se adentra en un coto que parecía uso exclusivo de europeos como Bergman, Rossellini o Antonioni, escenario vetado a los maestros norteamericanos: las palabras duras y los reproches adulterados de toda relación sentimental. Con un envoltorio de difícil confección, desmontando la historia en el tiempo, algo que en la literatura suele dar magníficos dividendos, recuérdese el Matadero cinco, de Kurt Vonnegut, pero que en el cine puede llevar al espectador a la confusión y al consiguiente distanciamiento de la historia, con un resultado que suele oscilar entre el hastío y el desprecio total hacia la obra, con un truco tan antiguo como moderno -citemos el Citizen Kane (Ciudadano Kane, 1941), de Welles, o los trabajos más premiados de González Iñárritu, Gaspar Noé, Christopher Nolan, Egoyan, De Palma...,- pero que aquí se muestra brillante, pues casi siempre se trata de historias paralelas o divergentes, de suposiciones, y no de una historia lineal mirada con percepción global y superpuesta, trafalmodariana –de ahí su parentesco con la novela de Vonnegut-, pasando de un coche a otro -los actores manejaban el control de las cámaras desde el interior de los mismos, lo que le da una veracidad que incomoda; inolvidable es el plano cenital con el automóvil que en la rotonda se convierte en dos que toman direcciones opuestas-, de unas vacaciones a otras iguales pero muy distintas, siempre con el azul Mediterráneo al final de la campiña francesa, acompañadas de Henry Mancini, creador de una partitura original a la que el compositor siempre se refirió como su favorita -casi nada-, descansos a veces compartidos, sufridos, con los Manchester, una familia realmente monstruosa (la esposa y madre ejemplar que interpreta Eleanor Bron, Cathy, es una antigua novia de Mark), asistimos al enamoramiento por casualidad, (la primera corista que capta la atención del viajero es una Jackie con la sonrisa de Jacqueline Bisset), al juramento de fidelidad -o casi-, a las cosquillas de alcoba, a los peligros del aburguesamiento, de la llegada del progreso y su salvaje urbanismo a las arenas de la cala paridisíaca, con Donen bordeando el esperpento, pero, milagrosamente, o a causa de su buen hacer, seamos justos, saliendo airoso. En buena medida, gracias a la implicación del equipo, a la rotundidad de Finney y el magnetismo de una Audrey en estado de gracia, que da una perfecta imagen de su ascensión social y del cambio del tiempo con sus peinados y vestuario, cortesía de Ken Scott, Mary Quant y Paco Rabanne, entre otros -¡la musa traicionando a Givenchy!-, mostrándosenos irresistible como nunca, a pesar de los casi siempre, cuando camina en traje de chaqueta con blusa a rayas.
Maravilloso acercamiento al mundo de dos que para soportar el peso de las cadenas del matrimonio a veces requiere de terceros, dolida crónica de los sueños compartidos y los engaños, del egoísmo y el adulterio que sucede a toda entrega total -la escena en el restaurante del acantilado es lacerante y si Audrey se muestra vulnerable a pesar de su armadura y el libertino que la protege se debe sin duda a que su relación con Mel Ferrer hacía aguas: se divorciaron al año siguiente-, a un tiempo de utopías -eso lo sabemos ahora, pasados los años, cambiado el milenio, cuando las hamburguesas no se concentran en píldoras-, que se disfruta el doble en buena compañía y en formato de 2.35:1.
Cuando Donen regresó al tema de las relaciones de pareja, con sus risas y lágrimas, diseccionado la relación homosexual de los peluqueros interpretados por Rex Harrison y Richard Burton en Staircase (La escalera, 1969), volvió al musical, como en Movie movie (1978), o se anticipó en más de una década al sueño húmedo de Duddle Moore en 10 (10, La mujer perfecta, 1979), de Blake Edwards, con Bedazzled (1967) -Raquel Welch donde estaría Bo Derek-, el público y la crítica no se pusieron de su parte. Pero el bien ya estaba hecho y su nombre sería, será, recordado por siempre. Gracias a Singin' in the rain, Seven brides for seven brothers, On the town... y Two for the road, por supuesto.
Two for the road (Dos en la carretera, 1967)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detallan 3 títulos de S. Donen: On the town (Un día en Nueva York, 1949); Singin' in the rain (Cantando bajo la lluvia, 1952)* ySeven brides for seven brothers (Siete novias para siete hermanos, 1954).
* Codirección de G. Kelly
En GENERACIÓN PERDIDA 2.0 se detalla 1 título más de S. Donen: Charade (Charada, 1963; +DE 1001 FILMS: 1052).