Revista Cine
Aunque alcanzó cierta reputación como escritor de historias de fantasmas, a L. P. Hartley se le recuerda hoy como autor de un drama romántico ambientado en el verano, especialmente caluroso, de 1900: El mensajero. Con mucho de la pasión desenfrenada de la Lady Chatterley de D. H. Lawrence, de la frustación del Diario de un sacristán rural, del danés Steen Steensen Blicher, y algo del pesimismo y las desgracias costumbristas narradas con maestría por Thomas Hardy, y aún antes por mujeres como Emily Brontë, la novela en cuestión trata del cometido de un imberbe que ejerce de secreto cartero entre una joven, hermosa y futura de un vizconde, y un granjero rudo y apuesto. Esa es la trama, aunque subyace una utilización interesada de la clase social baja, a la que pertenece el chico convidado por un compañero de colegio a pasar unos días en el campo, por las más acaudaladas. Y es esa mirada, entre servil y deslumbrada, de quien se asoma al privilegiado mundo del que gozan las clases altas, en este caso la estirada y conservadora sociedad inglesa que estaba viviendo, sin saberlo, el último estío victoriano, inspección cegada por el resplandor que cubre y esconde la putrefacción, lo que hizo que Losey, director de un legado con la lucha de clases en su eje rotatorio, se fijase en ella y la llevase al cine diecisiete años después de su publicación.
La homónima The go-between (El mensajero, 1971), que se basa en la adaptación que realizó el airado, y futuro premio Nobel, Harold Pinter, a quien ya había confiado la reescritura de las textos que sirvieron de base a The servant (El sirviente, 1963) y Accident (Accidente, 1967), comienza con la misma cita que el libro: “El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de otra manera”. Leo (Dominic Guard), pequeño brujo cuyos maleficios se cumplen entre los compañeros de clase más quizá por casualidad que por sus méritos, es invitado por uno de ellos, Marcus (Richard Gibson), a pasar el mes de julio en la residencia que su familia, los Maudsley, poseen en Norfolk. Consciente de su inferioridad social, pero de buenas maneras, el joven invitado cae rendido de inmediato ante la belleza de la hermana mayor de su amigo, Marian (Julie Christie), prometida de Hugh Triminghan (Edward Fox), hombre sosegado que luce sin disimulo su rostro desfigurado por una herida sufrida durante la reciente guerra contra los boers. Postrado Marcus en la cama por culpa del sarampión, Leo deambula por los campos abandonados con arbustos de Atropa belladonna (planta de propiedades legendarias y mortíferas que une en su nombre a la moira que cortaba el hilo de la vida con sus detestables tijeras y a la mujer hermosa -huelgan las comparaciones-) y se dedica a hacer de enlace entre su adorada Marian y Ted Burgess (Alan Bates), propietario de una granja vecina, convirtiéndose en un cándido Mercurio de las bajas pasiones. Entre heroicidades deportivas, visitas a la iglesia y miedos a los baños, el recadero, que se muestra inocente hasta la impertinencia y ansioso por descubrir la verdad sobre el galanteo, celebra la fiesta de su decimotercer cumpleaños. Fuera arrecia la tormenta que anticipa el final del tiempo de descanso, de la edad de la ignorancia, y el horror empapará toda fascinación -la "sombra en la pared que se abría y se cerraba como un paraguas", leemos- y despertará al embajador de un amor carnal y prohibido, al enamorado de la plenitud femenina, al pobretón utilizado sin reparos por todos, a Ícaro -“volaste demasiado cerca del sol y te quemaste”, escuchamos-.
Insertando breves destellos del presente, de un país que sabe lo que son dos guerras mundiales, en el relato rememorado, Joseph Walton Losey, -norteamericano de Wiscosin, no británico como suele creerse-, despliega su talento en la dirección de actores, logra cuatro BAFTA después de alzar la Palma de Oro de Cannes y cuenta con el mérito más apreciado por todo artista: que su obra mantenga su razón de ser pasado el tiempo y sirva de inspiración a otros creadores, logro que alcanza si recordamos no poco films posteriores, entre ellos los más recordados de la factoría Ivory-Merchant, los de su aproximación al mundo de E. M. Forster, o la aclamada novela Expiación, de Ian McEwan, aunque aquí lo justo sería recordar la rica prosa de Hartley.
Parte de esa virtuosa culpa la tienen también la ensoñación que envuelve las imágenes, apoyadas magníficamente por la fotografía de Gerry Fisher y la música de Michel Legrand, y la presencia de Julie Christie, mujer que crea personajes que se se mueven entre la sensualidad aletargada y el deseo felino, a un mismo tiempo dulce y cruel, ambiciosa y triste, y a quien no nos resulta extraño ver como sus compañeros de ficción cortejan desde el primer encuentro-¿recordamos su Lara?-, como en este caso, en el que dibuja un triángulo amoroso que en realidad es un cuadrilátero irregular. Y aunque la película no nos trascriba toda la novela (la vida solitaria y catalogando libros de Leo Culston (de adulto, con el porte de Michael Redgrave), la casualidad que le hace encontrarse leyendo su diario de aquellos días lejanos y que lo llevarán de nuevo a Marian, a una Marian de belleza ajada, distante, pero todavía adorada en silencio; la relación entre los distintos signos zodiacales de los protagonistas -sí, Leo, es leo-; la sangre de Ted Burgess), no se resiente y la atención no decae en ningún momento.
Clásica entre el cine de época, El mensajero es la prueba de que el amor en tiempos de la canícula sólo puede ser perlado y sediento, trágico y pasajero, eterno por tanto. La constatación de que el cine reescribe la historia de la literatura.
The go-between (El mensajero, 1971)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detalla 1 título de J. Losey: The servant (El sirviente, 1963)*.* En el libro no aparece datado.