Revista Cine
Con la participación de algunos de los actores más destacados de la industria cinematográfica europea de su tiempo, los casos del sueco Max von Sydow, los franceses Philippe Noiret y Jean-Louis Trigtinant, el italiano Vittorio Gassman, el alemán Helmut Griem o los españoles Fernando Rey y Francisco Rabal, Valerio Zurlini puso en la pantalla Il deserto dei Tartari (El desierto de los tártaros, 1976), adaptación magistral del enfebrecido y universal texto de su compatriota Dino Buzzati. Acto valiente que fue recompensado con los David di Donatello en 1977 a la mejor película y dirección.
Rodando los exteriores en Arg-é Bam, ciudad de adobe presidida por una espectacular ciudadela y construida con anterioridad al 500 a. C. en la Ruta de la Seda, en el sudeste de lo que hoy conocemos como Īrān, que fue abandonada por sus habitantes a mediados del siglo XIX -aún no se sabe con certeza las causa-, y hoy derruida a causa de un terremoto en los albores del XXI, Zurlini creó un mundo de fábula, de tinieblas, de horizontes lunares, una escenografía árida que da forma perfecta a la pesadilla kafkiana que es Il deserto dei Tartari, film olvidado, salvo por la crítica con vocación arqueológica, de un autor a reivindicar. La bandera roja y blanca con el escudo del águila bicéfala; los uniformes con la Cruz de Malta -¿son católicos?- y otras condecoraciones; el armamento (lanzas, ametralladoras ligeras, cartucheras de cinto; cañones); las clases de esgrima; el laboratorio donde se rastrea al supuesto virus que infecta los muros de barro del acuartelamiento; la escalada bajo la ventisca; el desierto junto a la nieve; las guardias con centinelas provistos de antorchas; el corsé de hierro del comandante; los bustos de marfil, los cuadros de factura clásica y los retratos de estrategas, entre los que descubrimos a Napoleón Bonaparte, que adornan las estancias frías y secas; la costumbre de tomar té o café indistintamente; la diversidad de origen de los nombres propios y apellidos; los alimentos que no vemos en los platos; los símbolos y datos que sobrevuelan el tedio y la angustia de la estampa ocre, la falta de referencias, o su mezcla, generan una imposibilidad de situar geográfica y políticamente el enclave, el Imperio, potenciando una sensación de irrealidad posible. Como hilo conductor tenemos a Giovanni Drogo (Jacquess Perrin), quien recién nombrado oficial es enviado durante 4 años a la fortaleza Bastioni, un periodo que se declarará eterno, del que no podrá escapar con un certificado médico que le declare no apto para desempeñar sus función a la sombra de las escarpadas montañas de la frontera muerta, un documento que no empañaría su hoja de servicios, que le libraría de envejecer entre los militares (los actores arriba mencionados junto a Giuliano Gemma y Laurent Terzieff, principalmente) que ven pasar los días esperando a que el ejército invasor, si es más que un enemigo fruto de la imaginación y los remolinos de viento, si los cinco destellos fijos en el horizonte no son luces de nómadas o fenómeno óptico, se decida a lanzar el ataque, a dejar de mandar señales, como el caballo blanco, como preaviso a la puerta principal de la construcción de arquitecturas geométricas.
Es fácil descubrir que Il deserto dei Tartari es un western fuera de lugar y época (los jinetes sobre la colina; el palo clavado en la tierra con la complicidad de la oscuridad; la presencia de los destellos lejanos... son los pieles rojas que sitian a una población mejor armada pero abandonada a su suerte en mitad de la nada, una guarnición que incluso llega a cuestionar al mando), en el que Drogo se convierte en un Ethan que sólo se sentirá cómodo en el cumplimiento de su deber: obediencia y nada más -cuando regrese al hogar por un breve periodo, no hallaremos rastro de la madre enlutada, de la prometida que le juró aguardar su regreso, del amigo que le acompañó a caballo durante un buen trecho antes de emprender el viaje al destino no deseado-. Y no lo es por aquello que pudiera parecernos más obvio al leer los créditos: la firma en la banda sonora de un músico eternamente vinculado al género del western, apartado spaghetti, como es Ennio Morricone: aquí entrega una pieza delicada y lírica, en la que sustituye la marcialidad propia del relato por la tragedia sin estridencias, muy alejada de la épica de la casi totalidad de su obra. Y es también obra bajo la influencia de la espacial Solyaris (Soliaris, 1972), de Tarkovski, a la vez que ascendiente, no tan lejano, de Mad Max (Mad Max: Salvajes de la autopista, 1979), de George Miller, de The road (La carretera, 2009), de John Hillcoat, de la misma manera que la novela de Buzzati es piedra que roza a Kadaré, a Cormac McCarthy, por supuesto, y da de lleno a Coetzee en Esperando a los bárbaros.
Fantasmagoría de piedras, arena y polvo, lenta, pausada, pero no pesada, Il deserto dei Tartari, producción franco-italo-germana en la que el muy internacional elenco se expresaba con soltura en la lengua vernácula del director, posee una de las atmósferas más subyugantes jamás vistas en el cine e implanta en la memoria del espectador un paisaje y un personaje disciplinado y desmotivado como el militar K. inolvidables, a pesar de las traiciones al libro -la despedida de Hortiz (un sobrio y maravilloso, como de costumbre, Max von Sydow); el reencuentro de Drogo con los suyos en la pequeña y aristocrática ciudad; la carreta del viaje final-, lo que lleva al director a infringir la regla del punto de vista de la narración -si todo gira en torno a Drogo, lo que escucha, o con facilidad le pueden contar o deducir, ¿cómo sabe el final del otro?, ¿quién nos ha contado la historia?-
“¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros? / Quizá ellos fueran una solución después de todo.”, escribió el alejandrino Kavafis en su célebre poema sobre la desesperación física y moral en los límites del universo conquistado, los versos que tan bien supo leer Buzzati, filmar Zurlini.
Il deserto dei Tartari (El desierto de los tártaros, 1976)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de V. Zurlini.