“Todo el mundo tiene que cumplir con su deber y dar siempre lo mejor de sí mismo. A veces es posible que el trabajo sea un fastidio, pero cuanto más difícil sea, más tenemos que esforzarnos. No hay que rendirse jamás, hijo mío, hay que darlo todo y cumplir con tu deber. Comprendo que, de vez en cuando, encuentres dificultades, pero la verdadera felicidad nace del sufrimiento. Quien conoce el dolor, conoce el gozo. Cuanto más grande sea la dificultad, mayor será la felicidad después de haberla superado. Inténtalo con más ganas, olvídate de ti mismo. Sé disciplinado y da lo mejor de ti.” Quien así habla, en japonés, es Shuhei Horikawa (Chishû Ryû) a su hijo Ryohei ( Shûji Sano) cuando este le comunica que ha pensado en dejar el magisterio para poder vivir juntos en Tōkyō-to. Sucede en Chichi ariki (Había un padre, 1942), rodada justo antes de que su autor, Yasujirō Ozu, fuese llamado a colaborar con el departamento de propaganda de su país durante la WWII, participación que le supuso seis meses de internamiento en un campo de prisioneros tras ser capturado por el ejército británico.
Volciendo a la historia, poco antes, unos trece años atrás, hemos visto como el humilde profesor viudo que cuida de su hijo (entonces, Haruhiko Tsuda) toma la decisión de no volver a impartir clases y emprender una nueva vida cuando uno de sus alumnos fallece accidentalmente durante el viaje de fin de curso. Con la disculpa de encontrar un nuevo trabajo en la gran ciudad, recluye al pequeño en un internado. El hijo, que todavía piensa en vivir una existencia junto al padre que admira con devoción, recibirá años después el discurso acerca de la responsabilidad contraída, instándole a no defraudar a los padres que le han confiado la educación de sus herederos, anteponiendo así los otros a ellos y logrando cumplir de paso el sueño roto: “Quiero que tú tengas el éxito allá donde yo fallé. Quiero que... quiero que tú tomes mi lugar. Eso me hará muy feliz”. El hijo, de nuevo resignado ante el destino dictado por su progenitor, profesor al que los antiguos alumnos recuerdan con cariño, como vemos cuando le agasajan junto a su colega, el señor Hirata (Takeshi Kamamoto), durante una cena, conformado pero sin renunciar al disfrute del resto de las vacaciones a su lado, Ryohei es feliz mientras lee tumbado en el suelo, un placer que se le negó en los años de crecimiento, y lo inevitable hace acto de presencia. Desde el lecho de muerte, Shuhei aún tendrá ocasión de mostrarle a su hijo el camino a seguir, esta vez en forma de matrimonio. Otra muestra del pulso firme y la severidad de una relación paternofilial que apenas existió salvo en un tiempo soñado que ya nunca llegará a ser compartido.
Con luz lechosa, los árboles enmarcando los disparos en la naturaleza, el día a día atrapando a los humanos en bloques de hormigón con ventanas que no sirven más que para filtrar la luz solar, el director del que se dice con frecuencia que filmaba sentado en un tatami, de ahí su punto de vista a escaso un metro del suelo sobre el que trascurre la acción, entrega un film sobre el egoísmo, la disciplina, el esfuerzo, el respeto y el sacrificio, una estética, y casi estática, mirada a las vidas anónimas a la que es más que justo timbrar con el sello de obra maestra. Nada extraño, a pesar de ser una película bastante olvidada hoy, si tenemos en cuenta que Yasujirō Ozu es probablemente el único nombre al que se le puede aplicar dicho término a todas y cada una de sus películas.
En Chichi ariki, además de los diálogos, que pasan de banales a significativos con rapidez, sin alzar la voz, con parquedad gestual, y los destellos habituales del talento y sabiduría del maestro (el movimiento del equipo actoral -aquí debutaba como protagonista absoluto el hombre que siempre asociaremos a Ozu: Chishû Ryû, el inolvidable abuelo para el que no tenían tiempo en Tôkyô monogatari (Cuentos de Tokio, 1953)-, el encuadre, el ritmo...), encontramos dos protagonistas sin estructuras óseas, pero vivísimos: el tren (uno les lleva camino del planteamiento y la separación; otros pasan sin detenerse o apenas les acercan; el último conduce a Ryohei a la comprensión impuesta) y el río (padre e hijo pescan con las cañas surcando el aire acompasadas, hasta que el adulto comunica la decisión de emprender una nueva vida sin la carga heredada; cuando vuelven a plantarse en medio del curso, las cañas surcan el aire a un mismo tiempo, se deslizan sobre el agua a una misma velocidad, pero la corriente lo hace en sentido contrario: el agua es la misma, pero otra; ellos son las mismas personas, pero distintas).
Ozu, que dejó una huella que se puede seguir hoy en el cine de Kore-eda, por supuesto, y hasta en las historias animadas de Jiro Taniguchi (la influencia en El almanaque de mi padre o Barrio lejano es evidente) o Adrian Tomine (que un buen día decidió plasmar en cómic Había un padre junto a The only son, basada en Hitory musuko (1936), otro título maravilloso de Ozu), enChichi ariki nos lleva a confirmar lo que ya sospechábamos: su grandeza, su estatura colosal. Lo que nos lleva a redactar el primer mandamiento del buen cinéfilo: Amarás a Ozu sobre todos los demás.
Después rezarás a Griffith, Renoir, Eisenstein y Welles; Satyajit Ray, Kubrick, Lang y Buñuel; Ford y Kurosawa; Bergman, Rossellini y Murnau, y, cuando el tiempo lo permita, hasta a Godard, Wong Kar-wai, Woody Allen y David Lynch. Luego, porque primero invocarás a Ozu, el único cineasta capaz de despertar pasiones en los ancianos cuando repasan su obra, en los jóvenes que descubren el mundo, en quienes el cine representa su forma de vida, en los enamorados de la vida y en los desencantados de ella. Ozu, Yasujirō Ozu. Amén.
Chichi ariki (Había un padre, 1942)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detallan 3 títulos de Y. Ozu: Tôkyô monogatari (Cuentos de Tokio, 1953)*; Ukigusa (La hierba errante, 1959) y Sanma no aji (El sabor del sake, 1962).
* En el libro aparece con el título original de Tokyo story y el castellano de Historia de Tokio.