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+ DE 1001 FILMS: 1109 - Strangers when we meet

Publicado el 02 agosto 2011 por Alfonso

+ DE 1001 FILMS: 1109 - Strangers when we meetCon la llegada del crecimiento económico y las comodidades que siguieron a las explosiones atómicas de 1945, el virus del rock and roll infectando de rebeldía la sangre juvenil y el televisor como nuevo tótem, el ciudadano de las urbes conquistadas a tiro de revólver y ferrocarril reescribió el American way of life. Pero debajo del paisaje de tono pastel y tarta de fresa que hacía de los USA el país de referencia mundial, se escondía el mal de toda sociedad moderna: la codicia.
Uno de los más clarividentes trabajos respecto a ese mal, a ese afán, aquí de forma lujuriosa más que económica, pero no exclusivamente, llegó a través de una pequeña historia: la melodramática representación de un adulterio ambientado en un barrio residencial, de casas con jardín que entretienen a los maridos con cortacésped los domingos mientras esperan la hora de la barbacoa vecinal, de fiestas de luna de verano y copas vacias, de niños hiperactivos que son acompañados por las atentas madres hasta los school bus amarillos y de sueños tan turbios e inconfesables como los que implican a la mujer de la puerta de al lado, al marido de la amiga. El film, Strangers when we meet (Un extraño en mi vida, 1960), producido y dirigido por Richard Quine, nacía de un relato de Evan Hunter, nombre utilizado por Salvatore Albert Lombino cuando dejaba de lado su faceta como escritor de novelas de ficción criminal bajo el seudónimo de Ed McBain, y mostraba el mundo de los hombres que habían escapado a la muerte en suelo europeo o aguas del Pacífico, que estaban construyendo una vida de mentiras y falsedades con la familia como coartada, momento clave en la historia más reciente, de avances tecnológicos (la carrera espacial, los procesadores...) y sociales (el fin del racismo, el acceso de la mujer al mercado laboral...).
Uno de esos supervivientes fue Larry Coe (Kirk Douglas), cuya reputación como arquitecto hizo que recibiese el encargo de construir una casa en lo alto de una colina californiana por Roger Altar (Ernie Kovacs), novelista en alza. Paralelamente a esa construcción, Larry, que se había fijado en una madre recién llegada al suburbio, Margaret Gault (Kim Novak), de belleza y desazón extremas, se tomó la licencia de llamarla Maggie y tejer una historia de medias verdades y mentiras, como corresponde a toda relación extramatrimonial, un affaire que terminó de la única manera posible: hierático, tragando saliva, hablando solo hacia el horizonte, mientras las mejillas de ella son surcadas por las lágrimas. Atrás dejaban una casa anclada en las nubes, un lugar que les excitaba e hicieron suyo mientras estaba de obras, mientras se amaron o creyeron hacerlo. Y así fue como ellos descubrieron una vida que no podía ser y nosotros aprendimos que si un día logramos conocer a un ser humano será un milagro.
Puesta en imágenes como si de una intromisión, llena de culpa, en la apacibilidad de las familias modélicas de la época se tratase (en la primera escena, la cámara desciende lentamente hasta la acera; en la última, cumplida su misión demoledora, se eleva mientras un automóvil se aleja por la zigzagueante carretera), Richard Quine no olvida rodear cada secuencia de pequeños detalles y miradas esquivas (el guión ayuda: la medición del terreno es la precaución a tomar en cuenta; los amantes inspeccionan el dormitorio conyugal del otro sin levantar muchas sospechas; sobrevuela un código masculino que permite admirar las caderas de las camareras, pero también, y aquí está lo avanzado de la propuesta, una firme decisión femenina a la entrega carnal; suponemos una relación intensa en el pasado de la madre de Maggie (Virginia Bruce), tal vez un embarazo siendo soltera; sabemos de la mezquindad del propietario del supermercado, Felix Anders (Waltter Matthau), privilegiado observador de una comunidad asfixiante, mucho antes de verle rebuscar en las papeleras ajenas, de que camine bajo la lluvia en busca de un placer prohibido y gratuito; la fiel y engañada Eva (Barbara Rush) anticipa con sus intenciones de que el esposo no beba demasiado, sin saberlo -se arrepiente al final del metraje de sus palabras de ira, de su feminidad-, la sexualidad que iba a desarmar al hombre contemporáneo -es de obligado reconocimiento: un trío de secundarios impecable-; el marido de Maggie, es tan anónimo y estúpido como débil y anticuado, tal vez por culpa del eco de los disparos de la guerra) y de composiciones llenos de audacia (la cremallera del vestido que recorre la espalda de la dichosa se ve reflejada en un espejo, no negándonos así el rostro resplandeciente), dignos de un Bergman (esos labios en primer plano con el hombre de fondo escuchando, perplejo, el relato de la brumosa violación, bofetada en nuestros rostros, desorden lascivo, que mereció la más alta censura en el estreno y aún durante años).
Si la elección de Kim Novak como la mujer insatisfecha sexualmente se debió al enamoramiento, nunca recompensado, del director por la rubia que la Columbia fichó para olvidar su ineptitud a la hora de valorar a Marilyn Monroe -el nombre real de la “suplantadora” era el de Marilyn Pauline, por si había dudas acerca de su destino en la industria del celuloide- , o a la lógica imposición de la compañía, es lo de menos. Kim Novak, con la ayuda del Technicolor, aparece hermosa, perseguida por esa carnal tragedia que arrastran las mujeres explosivas, y nos confirma lo gran actriz que ya era -¿hay que seguir insistiendo en los grandes composiciones anteriores, para Logan en Picnic (1955), Preminger en The man with the golden arm (El hombre del brazo de oro, 1955), Hitchcok en Vertigo (De entre los muertos (Vértigo), 1958)?- y Quine, que ya había contado con la atractiva presencia en una ocasión, aún insistiría en un par de ocasiones. Por su parte, Kirk Douglas, imponente en lo físico y aquí temperamental lo justo, deslenguado (le suelta un “no eres tan bonita” a la deseada en su maniobra de aproximación y en la primera cita furtiva, al decirle que quiere hacerle el amor, ella, gacela herida envuelta en rojo pasión, sale huyendo hasta caer rendida -cuando la esposa del arquitecto se viste en tono similar, en una cena de compromiso, lo hace en traje chaqueta, los hombros rectos y cubiertos, correcta y fría), sabe bien como componer su personaje, como mostrarse como el perfecto partenaire de un tórrido romance: en su vida privada, tan aireada por cierta prensa, era un infiel incorregible y un provocador de trago largo.
Después de esta historia sexual y directa, pornográfica fuera de foco, estaban por llegar Hawaii para Larry y otros hombres, con hoyuelo en la barbilla o sin él, para Maggie, pero nunca los vimos. Si que gracias a The swimmer (El nadador, 1968), de Perry ¿y Pollack? y Revolutionary road (2008), de Sam Mendes, basados en dos textos de, estos si, pesos pesados de la literatura norteamericana: John Cheever y Richard Yates, respectivamente, supimos de la fragilidad del sueño americano -Mendes debutó con American beauty (1999): sobran comentarios-, que en todas los sótanos se guardan trastos inservibles, recuerdos tristes e infidelidades silenciosas. Una historia vieja pero que bien contada permanece inmortal en el cine: véase Brief encounter (Breve encuentro, 1945) la cima de David Lean, un autor con casi una decena de obras maestras, tan moderna que termina antes de empezar. O esa otra en la que la perfidia encuentra su recompensa carnal, ahora explícita en la pantalla, y la rutina se impone a la aventura, resolución de una ama de casa de otro barrio residencial en la línea argumental soft de Little children (Juegos secretos, 2006), de Todd Field, con una Kate Winslet que al asumir el papel de Kirk Douglas en Strangers when we meet nos confirmó que las reglas del juego, definitivamente, habían cambiado.
+ DE 1001 FILMS: 1109 - Strangers when we meetStrangers when we meet (Un extraño en mi vida, 1960)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de R. Quine.

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