Revista Cine
El rayo verde es un fenómeno visual producido cuando el sol se esconde sobre una línea del horizonte clara y despejada y los últimos destellos son refractados por la baja atmósfera, concatenación que origina un pequeño y fugaz segmento circular, apenas una línea, de color verdoso. El rayo verde es también el título del viaje extraordinario más romántico de cuantos escribiera el visionario Jules Verne, aquél en que miss Campbell pospone su casamiento en tanto no aviste la luminiscencia del color de la esperanza, accidentada persecución por el archipiélago de Inse Gall, las Hebrides, de la llave de la felicidad, novela en la que se nos advierte que “dicho rayo tiene la virtud de hacer que quien lo haya visto no pueda jamás equivocarse en cosas de sentimiento; que su aparición destruye ilusiones y mentiras, y que todo el que haya tenido la fortuna de observarlo, ve claramente en su corazón y en el de los demás”. Con tan antigua superstición y unos versos preliminares de Rimbaud (¡Ah!, que llegue el tiempo / en que los corazones se enamoren), Le rayon vert (El rayo verde, 1986) es además el título de uno de los films más atractivos del cineasta Éric Rohmer.
Tras haber rodado los Seis cuentos morales, films todos en las que alcanza un notable alto y entre los que se halla, al menos, una obra maestra del cine europeo (Ma nuit chez Maud (Mi noche con Maud, 1969), con el gran Jean-Louis Trintignant), Rohmer aborda durante la década 1980 el compromiso de entregar, entre otras, una nueva serie: Comedias y proverbios. Y es su quinta entrega, Le rayon vert, la que destacará por encima de una media que ya le había reportado un reconocimiento mundial entre el público juvenil y cinéfilo, gracias sobre todo a los amoríos estivales de Pauline à la plage (Pauline en la playa, 1983). En esta Le rayon vert, Marie Rivière, que había abierto esta nueva entrega en seis capítulos acerca de las inquietudes femeninas con La femme de l'aviateur (La mujer del aviador, 1981), es Delphine, una oficinista parisina, treintañera, que días antes de emprender las vacaciones veraniegas recibe una llamada de una amiga que tira por tierra sus planes. Contradictoria, dubitativa, emocionalmente inestable tras una reciente ruptura amorosa, de carácter tranquilo y amable pero complejo y difícil, Delphine se resiste a acompañar a la familia a la verde Éire o, como nada aventurera que es, a viajar sola. Al final, con amigos o desconocidos, ni en el campo, la montaña, la ciudad o la playa se encontrará a gusto, aunque, sin apenas ser consciente, sumará voluntad al azar y podrá disfrutar de una inolvidable puesta de sol.
Con una actuación de esas en que personaje e intérprete llegan a confundirse en la mente del espectador, de tal realismo es la composición, de tal sinceridad (en los créditos podemos descubrir que en el episodio familiar esta rodeada de otros Rivière, allegados directos, sin duda), Rohmer olvida sus férreos guiones, su minuto y medio de metraje por página dialogada, para lograr una naturalidad en los gestos y palabras como nunca antes se habían visto en su cine, a pesar de ser este acercamiento como descuidado y franco a la escena, el verismo, la seña de identidad más destacable de su cine. No obstante, pequeños detalles como los naipes encontrados en el asfalto o las rocas saladas, el rótulo de la tienda de souvenirs, la lectura de El idiota de Dostoyevski o la conversación sobre Verne y el raro fenómeno escuchada al azar por Delphine durante uno de sus paseos, resortes ocultos que provocarán el hecho que la llevarán a vencer su natural timidez, su miedo al rechazo y la no superación de las expectativas que pudiera provocar su acercamiento al desconocido, demuestran la precisión y el mimo con que el maestro trazó y nos contó la historia. “Delphine soy yo”, le gustaba decir a Rohmer, parafraseando a Flaubert cuando se dirigía a la crítica promocionando la película, lo que ponía de manifiesto el celo y empeño en sacar adelante el proyecto.
Delphine, indecisa, introvertida y de ambiciones menores, lo que la convierten en una mujer que espera sin más, se resiste a pasar un verano en la ciudad, a disfrutar de su Paris como lo haría Nani Moretti con su Roma semiabandonada en el episodio de la Vespa de Caro diario (1994), planteándonos así una reflexión acerca de la soledad en la gran urbe, del tedio, de la necesidad imperiosa a huir de ella y escapar de la rutina, sobretodo cuando el calor se hace insoportable y las noches cortas, sin darnos cuenta que en realidad alcanzar a ver el rayo verde, la felicidad, depende tanto de las condiciones el entorno como de la predisposición emotiva, se esté sentado frente al mar, en un sillón de orejas o en el patio de butacas.
Si la vida suele imitar al arte, al cine, en Rohmer es la cotidianidad la que se empeña en hacerse visible y perpetuarse. Le rayon vert es un buen ejemplo de ello. No el único con su firma, afortunadamente para el espectador sosegado, pero si tal vez el mejor cuantos dirigió, que no fueron pocos.
Le rayon vert (El rayo verde, 1986)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detallan 2 títulos de É. Rohmer: Ma nuit chez Maud (Mi noche con Maud, 1969) y Conte d'hiver (Cuento de invierno, 1992).