Revista Cine
En el cine de Arnaud Desplechin la máxima que abre Anna Karenina (“Todas las familias felices se parecen entre sí, pero las infelices lo son cada una a su manera”), se convierte, desde un primer momento, desde aquel ácido mediometraje titulado La vie des morts (1991), en un: felices o infelices, todas las familias se parecen, aún siéndolo cada una a su manera. Es por tanto que no nos es difícil sentirnos identificados con sus personajes, las situaciones cotidianas o más o menos extremas que les acontecen, los escenarios que habitan.
Arnaud Desplechin, autor de culto, sí, en tanto en cuanto el gran público desconoce su obra, no por oscuro o hábitos, nos abre de par en par su mundo y talento en Un conte de Nöel (Un cuento de Navidad, 2008), envolviéndonos una historia historia sencilla y terrible, que atañe a todas las clases sociales, bajo el níveo manto de la Navidad en la France septentrional: una madre sexagenaria, Junon (Catherine Deneuve), necesita urgentemente un trasplante de médula osea con el que poder combatir los efectos del síndrome mielodisplásico que le han diagnosticado, resucitando con la enfermedad el trauma de recordar que su primogétino, Joseph, murió de un cáncer sanguíneo similar a los seis años y que la decisión que tomó junto a su marido, Abel, (Jean-Paul Roussillon), al saber que ni ellos ni la pequeña Elizabeth (Anne Cosigny) eran donantes compatibles, la concepción de un hijo, fue en vano. Después de asistir a un nacimiento que la amniocentesis ya había declarado como una frustrada esperanza, el de Henry (Mathieu Amalric), y, con posterioridad a los hechos y entierro de Joseph, el de Ivan (Melvil Poupaud), la vida de los Vuillard continuaría su curso entre disputas y reproches, amoríos y conflictos, hasta las Navidades presentes, en que se reúnen bajo un mismo techo, siendo el fallido salvador de entonces, que hoy vive expulsado de la familia por Elizabeth, y el hijo de esta, Paul (Emile Berling), adolescente problemático y nieto mayor con el que apenas guarda relación la enferma, los dos únicos voluntarios posibles.
Inspirado por una línea que encontró en un libro del escritor Ralph Waldo Emerson en la que hablaba de la muerte de su hijo -"El dolor no tiene nada que enseñarme", decía la cita; Junon recibirá los Diarios del autor estadounidense tras la cena de Nochebuena y la veremos deambular abrazada a ellos sabiendo que el tiempo quizá no le dé para leerlos-, Desplechin vuelve a sumergirnos en su particular mundo de familias disfuncionales -al estilo de las de Wes Anderson-, de padres aturdidos, madres que saben que no han querido suficiente a sus hijos, reuniones hostiles, relaciones entre primos carnales, ausencias muy presentes, hospitales inútiles. Y ello con un plantel actoral que da lo mejor de sí en casa momento: partiendo de Catherine Deneuve, que vuelve a demostrar una vez más que la cinematografía francesa es la que más se preocupa y mejores resultados obtiene de sus actrices más veteranas, pasando por Roussillon, un grande de la Comédie-Française que se despidió aquí del espectador (falleció al año siguiente del estreno del film en el Festival de Cannes), el prolífico y extraordinario Mathieu Amalric, actor de gran parecido físico con el maestro Roman Polanski -ambos tienen sus origenes familiares en la misma aldea judía polaca- habitual en los castings del galo, al igual que Emmanuelle Devos, talentosa actriz capaz de arrebatarle el César a la Audrey Tautou que nos había encandilado con su Amélie Poulain, Anne Cosigny, en una caracterización casí bíblica, o una Chiara Mastroianni haciendo aquí de nuera liberal de Junon y que se prestó encantada al juego de enfrentarse a su madre real. Y entre renuncias al amor, silencios que revelan, palabras que ocultan los sentimientos, sin paz ni armonía a pesar de la fecha en que trascurre la acción principal, homenajes más o menos velados a Ingmar Bergman -ese teatrillo infantil-, Woody Allen -los cambios de cama; el humor judío; el descontrol dialéctico- a Vertigo (De entre los muertos (Vértigo), 1958), de Alfred Hitchcock -la mujer sentada en el museo-, al Sueño de una noche de verano, de Shakespeare -¿ha sucedido, ha sido, fue escrito?; lo hemos visto, ergo es cierto-, Desplechin regresa a su Roubaix infantil -¿para saldar cuentas?- con su montador habitual, Laurence Briaud, maestro muy alejado del caos que algunos le pueden suponer, y nos conquista con, entre otras secuencias, el magistral ensayo de la cena principal, igual de demoledora que la de Nochebuena, una Misa del Gallo que demuestra el escaso valor de las buenas intenciones o el cálculo matemático de los años de vida que ganará Junon sometiéndose al tratamiento.
En un mundo en el que la Navidad se ha convertido en puro mercantilismo, en el que hasta el cine cuando la refleja cae en tópicos y sonrisas bobaliconas -¿hay que nombrar otra obra coral y natal como Love actually (2003), de Richard Curtis o los insulsos equívocos de The holiday (The holiday (Vacaciones), 2006), de Nancy Meyers?-, se agradece Un conte de Noël sabio y enrevesado, pesadillesco lo justo, porque, como siempre ocurre con este tipo de relatos, en los que todo es posible, hasta la salvación de los necios, todos quedarán satisfechos y contentos y el espectador, aquí al menos por un instante, con la idea de que no ha hecho sino asistir a un ajuste de cuentas de una autora teatral con sus fantasmas, miedos y obsesiones: si crecer es difícil, perdonar a los padres no lo es menos.
Un conte de Noël (Un conte de Noël, 2008)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) no se detallan títulos de A. Desplechin.