Revista Cine
Si somos justos habremos de considerar la interpretación de Meryl Streep en Sophie's choice (La decisión de Sophie, 1982), de Alan J. Pakula, como la más sobresaliente de la historia del cine, y no antepondremos algunos trabajos, ciertamente muy memorables, de actores de la talla de Marlon Brando o Robert De Niro o el estratega que recreó Peter O'Toole en Lawrence of Arabia (Lawrence de Arabia, 1962) para David Lean, o del resto de sus compañeras de profesión, habitualmente presentadas como protagonistas de unas historias ligeras o sensibleras o la compañía perfecta para el galán de turno. (¿De verdad que cuando Styron escribía la historia imaginaba a su creación con la silueta de Ursula Andress? Más acertado pudiera parecer que el director Alan J. Pakula se fijase primero en Liv Ullman, pero afortunadamente fue la de New Jersey la que encarnaría a la inolvidable Sophie.)
Sophie's choice se estrenó apenas un par de años después de que la novela homónima de William Styron arrasase en las librerías, lo que hizo que pronto lo estudios se interesasen por llevarla a la pantalla. Al final sería el norteamericano Alan Jay Pakula quien adaptaría, produciría (junto a Keith Barish) y dirigiría la trágica historia de la inmigrante polaca que huyendo de sus fantasmas se refugió en Brooklyn, historia que en cierto modo no le era ajena, pues su padre procedía del mismo país y se estableció a comienzos del siglo XX en el también neoyorquino barrio del Bronx.
El drama comienza cuando, en el verano de 1947, un joven sureño con aspiraciones literarias, Stingo (Peter MacNicol), alquila una habitación en una casa de la Sodoma del Norte, entre cuyos huéspedes se encuentra una singular pareja: Nathan Landau (Kevin Kline) y Sophie Zawistowski (Meryl Streep). Unidos por culpa de un escritor llamado Emil Dickens -la verdad les guiará hasta Emily Dickinson y el poema que póstumamente fue catalogado con el número 829, el que reza: “Que la cama sea amplia / Que esté hecha con cuidado...”-, siempre al borde de la ruptura, Sophie, católica polaca que fue confinada a los barracones de Auschwitz, y Nathan, biólogo farmacéutico de humor siempre cambiante, pronto se convierten en sus mejores amigos, y a ellos, a sus divertidas salidas al mundo exterior y a la soledad que saluda a menudo a la frágil mujer dedica el tiempo que le deja su vocación literaria. Pero cuando Stingo cree haber descubierto los motivos del comportamiento desconcertante de su amigo y la levedad de Sophie se tropezará con la cruda realidad: ella había sido víctima y verdugo de un acto inhumano, tuvo el privilegio de escoger a quién dar o quitar la vida, una decisión que la arrastraba irremediablemente hacia la destrucción, hacia un final al que sólo un Nathan esquizofrénico y drogadicto estaba invitado; una verdad, un amor, demasiado real y complicada como para ser olvidada y que él -trasunto de un Styron que aprendió a escribir para exorcizar el trauma de la pérdida de su madre siendo adolescente- nos contará con una exquisita delicadeza y comprensión.
La mujer que había sido Inga Helms Weiss en la miniserie de televisión Holocausto -las atrocidades nazis no le eran por tanto desconocidas-, Linda en The deer hunter (El cazador, 1978), de Michael Cimino o Joanna en Kramer vs. Kramer (Kramer contra Kramer, 1979), de Robert Benton, dedicó dos meses a desaprender su lengua vernácula para pronunciarla como la nativa de Krákowa estudiante de inglés que era Sophie, y consiguió una mítica interpretación que le reportó una segunda estatuilla dorada en los Oscars entregados en 1983, ahora como protagonista absoluta, y la erigía en figura absoluta del film, pero no única: hay que sumar el texto de origen y su adaptación -decir que los flashbacks, realistas, terribles y esclarecedores, alargan la cinta y entorpecen la narrativa es propio de impacientes-, la partitura romántica del prolífico Marvin Hamlisch y la fotografía espectacular de Néstor Almendros -sin que alabar los colores sea manera de disimular la flojedad del film, todo lo contrario aquí-, que parece inspirarse en los atardeceres veraniegos de Edward Hopper, la languidez de los cuerpos abandonados de Frederic Leighton y sus compañeros prerrafaelitas, las explosiones florales de Monet o la luminosidad de la piel en los retratos de Rubens, según convenga y siempre en contraste con los ocres de los recuerdos más miserables. Ello sin olvidar a un Kevin Kline que debutaba en la gran pantalla con aplausos, sorteando un papel al borde del ridículo, y un MacNicol que, en segunda aparición en las salas, recibió los peros de la cinta: se olvidaba que debía hacernos creíble a un muchacho sin experiencias, que apenas sabía expresarse sin un lápiz en sus manos, sorprendido, desbordado, por una relación tortuosa, un amor imposible: cuántos actores repudiarían más de cuatro de sus geniales interpretaciones por estar al lado de Meryl Streep, por tomar su mano, abrazarla, cuando recuerda la tragedia, el pasado de penurias, el presente que la condena a ir directa hacia una muerte de la que escapar fue la confirmación de que su comportamiento no había sido honesto y moral.
Inolvidable la historia de William Styron. Magnífica la versión cinematográfica de Alan J. Pakula. Prodigiosa, inconmensurable, Meryl Streep.
Sophie's choice (La decisión de Sophie, 1982)
En el libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (Editorial Grijalbo) se detallan 2 títulos de A. J. Pakula: Klute (1971) y All the president's men (Todos los hombres del presidente, 1976).